Capitulo Cinco

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Mientras en el rosado valle

amor exhala sus suspiros infantiles, liberado de la angustia.

THOMSON


St. Aubert, suficientemente recuperado tras la noche de descanso para continuar el camino, emprendió de nuevo el viaje con Emily y Valancourt hacia el Rosellón, a donde esperaba llegar antes de que cayera la noche. Los escenarios que recorrieron eran tan salvajes y románticos como los anteriores con la diferencia de que la belleza, que surgía aquí y allá, llenaba el paisaje de sonrisas. No aparecían tantas arboledas por las montañas, cubiertas con pastos y flores. Un valle pastoril se abría bajo la sombra de las colinas, con los hatos y rebaños extendiéndose por las orillas de un riachuelo, que las refrescaba en un verdor perfecto. St. Aubert no podía lamentar el haber elegido aquel fatigoso camino, aunque también ese día se vio obligado varias veces a bajar del carruaje y a caminar entre los rugosos precipicios y a subir andando algunos desniveles montañosos. La maravillosa variedad de todo aquello le compensaba, y el entusiasmo que se advertía en sus jóvenes acompañantes, despertaba el suyo, así como los recuerdos de todas las deliciosas emociones de sus primeros años, cuando los sublimes encantos de la naturaleza se le desvelaban por primera vez.

Encontró un extraordinario placer en conversar con Valancourt, y en escuchar sus ingeniosas observaciones. El fuego y la sencillez de sus maneras parecían identificarle con los escenarios que les rodeaban. St. Aubert descubrió en sus sentimientos la justicia y la dignidad de una mentalidad elevada, limpia de todo contacto con el mundo. Comprobó que sus opiniones se formaban en él mismo más que ser imitaciones; eran el resultado del razonamiento y no del aprendizaje.

Del mundo parecía no saber nada, y pensaba bien de toda la humanidad, porque su opinión reflejaba la imagen de su propio corazón.

St. Aubert, que a veces se detenía para examinar las plantas silvestres del sendero, observaba con complacencia a Emily y Valancourt, según seguían su camino; él, con gesto animado, señalándole algún detalle importante del paisaje.

Ella, escuchando y observando con una mirada de seriedad tierna, que descubría lo elevado de su mente. Parecían dos enamorados que nunca hubieran salido más allá de las montañas de su tierra natural, cuya situación les había apartado de todas las frivolidades de la vida común; cuyas ideas eran sencillas y grandiosas, como los paisajes por los que se movían, y que no conocían otra felicidad que no fuera la de la unión pura y afectiva de los corazones. St. Aubert sonrió, suspirando ante el romántico cuadro de felicidad que había imaginado y volvió a suspirar al pensar lo poco que el mundo sabía de la naturaleza y la sencillez como placeres románticos.

—El mundo —dijo, continuando la línea de su pensamiento— ridiculiza las pasiones que rara vez siente; sus escenarios y sus intereses, distraen la mente, depravan el gusto, corrompen el corazón y el amor no puede existir para aquellos que han perdido la fe en la dignidad de la inocencia. Virtud y sabor son casi lo mismo, porque la virtud es poco más que un gusto activo y el más delicado afecto de cada uno se combina en el amor verdadero. ¿Cómo es posible entonces que busquemos amor en las grandes ciudades, donde el egoísmo, la disipación y la insinceridad ocupan el lugar de la ternura, la sencillez y la verdad?

Faltaba poco para el mediodía, cuando los viajeros, al llegar a una parte especialmente peligrosa del camino, se bajaron del carruaje. El sendero ascendía cubierto por los bosques y en lugar de seguir tras las mulas, entraron a refrescarse en su sombra. A veces, el espesor de las ramas impedía que vieran el paisaje, y otras, les descubría aspectos parciales del escenario distante, que permitía a la imaginación recrear otros más interesantes, más sugestivos que los que contemplaron sus ojos. Los viajeros se abandonaban con frecuencia a estos juegos de la fantasía.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora