Capitulo Nueve

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¿Puede la voz de la Música, puede el ojo de la Belleza,

puede la ardiente mano de la Pintura proporcionar

un hechizo tan apropiado para mi mente

como el soplar de esta vacía ráfaga de viento?

¿Cómo gotea este pequeño y lloroso riachuelo,

tintineando suave en su caída por la colina cubierta de musgo;

mientras, por el oeste, donde se oculta el día carmesí,

navega lentamente en manso Crepúsculo y ondean sus banderas grises?

MASON


Emily, algún tiempo después de su regreso a La Vallée, recibió cartas de su tía, madame Cheron, en las que, tras algunas condolencias y consejos llenos de lugares comunes, la invitaba a Toulouse, y añadía que teniendo en cuenta que su fallecido hermano le había confiado la educación de Emily, se consideraba obligada a vigilar su conducta. Emily, en aquel momento, sólo deseaba quedarse en La Vallée, en el escenario de su anterior felicidad, que ahora se había hecho infinitamente más querido para ella, por ser la última residencia de aquellos a los que había perdido para siempre, donde podía llorar sin ser vista, recorrer sus mismos pasos y recordar cada minuto concreto de su carácter. Pero se sentía igualmente ansiosa de evitar cualquier disgusto a madame Cheron.

Aunque su afecto no podía siquiera plantearse el rechazar, incluso en aquel momento, lo acertado o no de la conducta de St. Aubert al designar a madame como su guardián, se daba cuenta de que la medida hacía que su felicidad dependiera en gran medida del humor de su tía. En su contestación, rogó permiso para quedarse por el momento en La Vallée, aludiendo al extremo decaimiento de su ánimo y a la necesidad que sentía de tranquilidad y de retiro para recobrarse. Sabía muy bien que nada de aquello podría encontrarlo en la casa de madame Cheron, cuyas inclinaciones la llevaban a una vida de disipación que facilitaba su gran fortuna, y tras haber redactado su respuesta, se sintió en parte más tranquila.

En los primeros días de su aflicción fue visitada por monsieur Barreaux, que lamentaba sinceramente la pérdida de St. Aubert.

—He de lamentarme —dijo—, porque nunca volveré a ver su rostro. Si hubiera encontrado un hombre como él en lo que se llama la sociedad, nunca la habría dejado.

La admiración de monsieur Barreaux por su padre afectaba a Emily, cuyo corazón encontró casi su primer consuelo al hablar de sus padres con un hombre al que apreciaba y que, a pesar de su poco agraciada apariencia, poseía tanta bondad de corazón y delicadeza de espíritu.

Pasaron varias semanas en el tranquilo retiro, y el dolor de Emily empezó a transformarse en melancolía. Ya podía leer los libros que había repasado con su padre; sentarse en su butaca en la biblioteca; mirar las flores que su mano había plantado; despertar los sonidos de los instrumentos cuyos dedos habían tañido, y, a veces, incluso, interpretar alguna de sus arias favoritas.

Cuando su mente se había recobrado del primer golpe de aflicción, advirtió el peligro de caer en la indolencia y comprendió que sólo la actividad podía restablecer su estado anterior, así que decidió escrupulosamente pasar el tiempo con algún trabajo. Y fue entonces cuando comprendió el valor de la educación que había recibido de St. Aubert, porque al cultivar su entendimiento le había asegurado un refugio para evitar esa indolencia, sin recurrir a la disipación, y que ricos y variados entretenimientos, independientes de la sociedad, estaban a su disposición. Pero los buenos efectos de su educación no se limitaban a ventajas egoístas, ya que St. Aubert, al haber cultivado todas las cualidades de su corazón, hacía que éste se expandiera benevolente a todo lo que la rodeaba, y le enseñó que cuando no podía evitar las desgracias de los demás, estaba en su mano, al menos, suavizarlas con simpatía y ternura, un sentimiento que le hizo aprender a sufrir con todos los que sufren.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora