¡Dulce es el aliento del chaparrón primaveral,
dulces los tesoros recogidos por las abejas,
dulce el desgranarse de la música, pero más dulce aún
la sosegada, la pequeña voz de la gratitud!
GRAY
Al día siguiente, la llegada de sus amigos revivió el ánimo de Emily, y La Vallée volvió a ser una vez más escenario de gentilezas sociales y elegante hospitalidad. La enfermedad y el terror que había sufrido se había llevado gran parte de la ligereza de Blanche, pero conservaba toda su afectuosa simplicidad, y, aunque aparecía menos floreciente, no era menos encantadora que antes. La desafortunada aventura en los Pirineos había hecho que el conde estuviera muy ansioso por regresar a su casa y, tras poco más de una semana en La Vallée, Emily se preparó para salir con sus amigos hacia el Languedoc, asignando el cuidado de su casa, durante su ausencia, a Theresa. En la tarde anterior a su marcha su vieja sirvienta trajo de nuevo el anillo de Valancourt, y, con lágrimas, trató de que su señora lo aceptara, porque no había visto ni había oído de monsieur Valancourt desde la noche en que se lo entregó. Al decir esto, su rostro expresó más alarma de la que se atrevía a manifestar; pero Emily, controlando su propia propensión al temor, consideró que probablemente había regresado a la residencia de su hermano, y de nuevo rehusó aceptar el anillo, indicando a Theresa que lo conservara hasta que le viera, lo que prometió que haría pero con extrema indecisión.
Como estaba previsto, el conde De Villefort, con Emily y Blanche, salieron de La Vallée, y el mismo día por la tarde llegaron al Chateau-le-Blanc, donde la condesa, Henri y monsieur Du Pont, cuyo encuentro allí sorprendió a Emily, los recibieron con alegría y felicitaciones. Se preocupó al observar que el conde seguía animando las esperanzas de su amigo, cuyo rostro manifestaba que su afecto no había cedido por la ausencia; y se sintió aún peor cuando, en la segunda tarde después de su llegada, el conde, tras alejarla de Blanche, con la que estaba paseando, volvió a sacar el tema de las esperanzas de monsieur Du Pont. La suavidad con la que al principio escuchó su intercesión le engañaron en cuanto a sus sentimientos y empezó a creer que había superado su afecto por Valancourt y que estaba dispuesta, finalmente, a pensar favorablemente en monsieur Du Pont. Cuando Emily le convenció de su error, él se aventuró con sus mejores deseos a promover lo que consideraba la felicidad de dos personas a las que tanto estimaba, tratando de convencerla con gentileza de que aquel sufrimiento envenenaría la felicidad de sus años más valiosos.
Al observar su silencio y la profunda preocupación de su rostro, concluyó diciendo:
—No diré más ahora, pero seguiré creyendo, mi querida mademoiselle St. Aubert, que no rechazaréis siempre a una persona tan profundamente estimable como mi amigo Du Pont.
Le ahorró el dolor de contestar, apartándose de él, y se alejó algo contrariada con el conde por haber perseverado en apoyar una solicitud que había rechazado repetidamente, y se perdió en los recuerdos melancólicos que había revivido el tema, hasta que alcanzó sin darse cuenta los límites de los bosques que rodeaban el monasterio de Santa Clara. Al percibir lo lejos que había llegado. decidió extender su paseo un poco más y preguntar por la abadesa y por alguna de sus amigas entre las monjas.
Aunque la tarde era ya algo avanzada, aceptó la invitación del fraile, que abrió la puerta, y, deseosa de encontrarse con algunas de sus antiguas amistades, procedió hacia el salón del comedor. Al cruzar el césped que desde el monasterio se extendía hasta el mar, se conmovió con el cuadro de reposo que mostraban algunos monjes, sentados en los claustros, que se extendía bajo las ramas de los árboles que coronaban el promontorio, donde, según meditaban sobre temas sagrados en la hora del crepúsculo, no podían apartar en ocasiones su atención de la escena que les rodeaba, porque no era profano el mirar a la naturaleza ahora que se habían cambiado los brillantes colores del día por los tintes sobrios de la tarde. Frente a los claustros había un viejo castaño, cuyas anchas ramas parecían enmarcar la completa magnificencia de la escena, que podía tentar el deseo a los placeres más mundanos; pero quieto, tras las hojas oscuras y extendidas, brillaba una amplia extensión del océano y muchos barcos navegando, mientras a la derecha y a la izquierda los espesos bosques se extendían por las costas irregulares. En gran medida aquello había sido aceptado, tal vez para dar al recluido voluntario una imagen de los peligros y vicisitudes de la vida y para consolarle, ahora que había renunciado a sus placeres. Según Emily caminaba pensativa, considerando de cuántos sufrimientos se habría escapado si se hubiera quedado en la orden y en aquel retiro desde la muerte de su padre, la campana de vísperas la hizo reaccionar, y los monjes se retiraron lentamente hacia la capilla, mientras ella, manteniéndose en su camino, entró en el vestíbulo, en el que reinaba un silencio inusual. También el salón contiguo estaba vacío y, puesto que sonaba la campana de la tarde, creyó que las monjas se habían retirado a la capilla y se sentó para descansar un momento antes de volver al castillo, donde el aumento de la oscuridad le hacía estar ansiosa por regresar.
No habían pasado muchos minutos cuando una monja, entrando deprisa, preguntó por la abadesa, y se retiraba sin reparar en Emily cuando ella se dio a conocer y supo que se iba a celebrar una misa por el alma de la hermana Agnes, que había empeorado desde hacía algún tiempo y pensaban que moriría.
La hermana le dio algunos informes de su sufrimiento y de los horrores en los que se veía envuelta a veces, que había cedido a un hundimiento tan sombrío que ni las oraciones, en la que era acompañada por la hermandad, ni las afirmaciones de su confesor, habían tenido poder para que reaccionara o para animar su mente con algún rayo momentáneo de consuelo.
Emily escuchó los detalles con extrema preocupación, y, recordando los gestos y las expresiones de horror de las que había sido testigo, junto con la historia de Agnes que le había comunicado la hermana Frances, su compasión se elevó a un grado muy doloroso. Como la tarde estaba muy avanzada, Emily no deseó verla o asistir a la misa, y después de dejar muchos recuerdos con la monja para sus viejas amigas, salió del monasterio y regresó por los acantilados hacia el castillo, meditando sobre lo que acababa de oír hasta que al fin forzó a su mente a temas menos interesantes.
El viento era fuerte cuando se acercaba al castillo y varias veces se detuvo para escuchar su sonido sombrío, según barría el oleaje al fondo o gemía entre los árboles que la rodeaban, y, mientras descansaba en una roca a poca distancia del castillo y miraba las extensas aguas, contempló la suave sombra del crepúsculo y pensó la siguiente dedicatoria:
A LOS VIENTOS
¡Invisibles, a través de la vasta bóveda del cielo conducís vuestra ruta,
sin que se sepa de dónde venís o adónde vais!
¡Poderes misteriosos! Oigo vuestro murmullo grave,
hasta que sopla vuestro recio arrebato en mi asustado oído,
y, ¡terrible!, parece decir —¡Un Dios está cerca!
Me gusta escuchar vuestras voces de medianoche flotando
en la tremenda tormenta, que rueda por el océano,
y, mientras su encantamiento controla a la airada ola,
mezclarme con su tétrico rugir, y hundirme a lo lejos.
Entonces, elevándose en el silencio, una nota más dulce,
el canto fúnebre de los espíritus, que lamentan vuestras acciones.
¡Una nota más dulce se desliza a veces mientras duerme la galerna!
Pero no tarda, ¡vuestros poderes invisibles!, vuestro descanso, terminó,
solemnes y lentos, os eleváis por el aire,
habláis en las jarcias, y ordenáis el miedo del grumete,
y el canto fúnebre desaparece ondulante —¡No se vuelve a oír!
¡Oh! ¡Entonces desapruebo vuestro terrible reino!
¡El lamento ruidoso ya no lleva vuestro aliento!,
ni lleva el fragor del barco lejos en el océano,
ni lleva el grito de los hombres, que gimen en vano,
¡el coro terrible de la tripulación se sumerge en la muerte!
¡Oh! ¡No mostréis vuestros poderes! ¡Suplico sola,
mientras extasiada subo estos oscuros y románticos acantilados,
a la guerra de los elementos, a la espuma de las olas,
suplico la quietud, la lágrima dulce, que escucha el llanto de Fancy!
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Los Misterios de Udolfo - Ann Radcliffe
ClásicosItalia - 1584 Emily St. Aubert ha perdido a sus padres, no tiene más remedio que irse a vivir con su tía, Madame Montoni, junto con su tío político, un diabólico vandolero, al gran castillo de Udolfo, , una nueva vida para la joven, pero la calma in...