Si pacientemente bailaras a nuestro alrededor
y vieras nuestras fiestas a la luz de la luna, vendrías con nosotros.
MIDSUMMER NIGHT'S DREAM
Ala mañana temprano, los viajeros iniciaron su camino hacia Turín. La esplendorosa llanura que se extiende desde el pie de los Alpes hasta esa magnífica ciudad no estaba entonces, como ahora, cubierta por una avenida de árboles de casi quince kilómetros de extensión, sino por olivares, moreras y palmeras, bordeados con viñedos, que se mezclaban con el paisaje pastoril por el que cruza el rápido Po, tras descender de las montañas para encontrarse con el humilde Doria en Turín. Según avanzaban hacia la ciudad, los Alpes, vistos a cierta distancia, empezaron a mostrarse en toda su tremenda exaltación; cordillera tras cordillera en larga sucesión, sus puntos más altos se oscurecían en las colgantes nubes, a veces escondiéndose y otras subiendo muy por encima de ellas; mientras que las pendientes más bajas, distribuidas en formas fantásticas, parecían cubiertas de tonos azules y púrpura, según cambiaban de la luz a la sombra y parecían ofrecer nuevas escenas a la vista humana. Hacia el este se extendían las llanuras de Lombardía, con las torres de Turín elevándose en la distancia, y, más allá, los Apeninos recortándose en el horizonte.
La magnificencia general de aquella ciudad, con sus iglesias y palacios surgiendo de la gran plaza, abriéndose al paisaje de los Alpes o los Apeninos distantes, era algo que Emily no sólo no había visto en Francia, sino que jamás hubiera imaginado.
Montoni, que había estado con frecuencia en Turín y que estaba poco interesado en vistas de cualquier clase, no estuvo de acuerdo con la petición de su esposa de que debían recorrer alguno de los palacios, e indicó que estarían únicamente el tiempo necesario para tomar algún refrigerio y que se dirigirían inmediatamente, con toda la rapidez posible, hacia Venecia. El aire de Montoni durante esta jornada era serio e incluso arrogante, y por lo que se refería a su trato con madame Montoni se mostró especialmente reservado, pero no se trataba de esa reserva de respeto, sino de orgullo y descontento. De Emily no se preocupó en absoluto. Con Cavigni sus conversaciones eran comúnmente sobre temas políticos o militares, debido al estado agitado de su país que los hacía de especial interés en aquellos momentos. Emily observó que cuando se mencionaba cualquier hazaña atrevida, los ojos de Montoni perdían su ceño y se llenaban instantáneamente con el fulgor del fuego; sin embargo, no perdía el aire astuto, por lo que pensó que ese fuego era más el brillo de la malicia que el del valor, aunque este último parecía corresponderse con el caballeroso aire de su figura, en lo que Cavigni, pese a sus maneras alegres y galantes, era inferior a él.
Al entrar en la región de Milán, los caballeros cambiaron sus sombreros franceses por el gorro italiano de tela roja, recamada, y Emily se sintió algo sorprendida al observar que Montoni clavaba en el mismo el penacho militar, mientras Cavigni conservaba únicamente la pluma, que se llevaba normalmente. Pero al final comprendió que Montoni asumía la enseña de soldado por conveniencias y con objeto de pasar con más seguridad por un país dominado por partida de militares.
Las devastaciones de la guerra se hacían visibles con frecuencia en las hermosas llanuras del país. Cuando los campos no habían tenido que quedar sin cultivar, aparecían pisoteados por los expoliadores; los viñedos doblados, los olivos caídos en el suelo e incluso las ramas de las moreras habían servido al enemigo para encender los fuegos que destruían las chozas y las ciudades de sus propietarios. Emily retiró sus ojos con un suspiro de esos dolorosos vestigios hacia los Alpes del Grison, que quedaban sobre ellos hacia el norte y cuyas tremendas soledades podían ofrecer al perseguido un refugio.
Con frecuencia los viajeros vieron grupos de soldados avanzando en la distancia, y sufrieron por experiencia en las pequeñas posadas del camino la falta de provisiones y otros inconvenientes que eran en parte consecuencia de la guerra; pero en ningún momento se encontraron con motivos que justificaran una alarma para su seguridad inmediata y llegaron a Milán casi sin interrupciones, donde no se detuvieron para admirar la grandeza de la ciudad o incluso para echar una mirada a su enorme catedral, que estaban construyendo.
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Los Misterios de Udolfo - Ann Radcliffe
ClassicsItalia - 1584 Emily St. Aubert ha perdido a sus padres, no tiene más remedio que irse a vivir con su tía, Madame Montoni, junto con su tío político, un diabólico vandolero, al gran castillo de Udolfo, , una nueva vida para la joven, pero la calma in...