Capitulo Seis

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¡No me interesa, Fortuna!, lo que me niegas;

no me puedes quitar la gracia de la naturaleza libre;

no me puedes cerrar las ventanas del cielo,

por las que la Aurora muestra su rostro brillante;

no puedes impedir a mi pie constante que recorra

bosques y prados, por la corriente viva, en la noche;

deja que mis nervios sanen y fortalezcan fibras más puras,

y yo dejo sus juguetes a los niños.

De fantasía, razón, virtud, de nada me puedes despojar.

THOMSON


Por la mañana, Valancourt desayunó con St. Aubert y Emily, ninguno de los cuales parecía haber descansado bien. La languidez de la enfermedad seguía pesando sobre St. Aubert y los temores de Emily por ello se habían incrementado. Le miraba con afecto e inquietud y sus expresiones se reflejaban fielmente en las suyas.

Al comienzo de su encuentro, Valancourt les había informado de su nombre y de su familia. St. Aubert tenía noticia de ambos, ya que las propiedades de la familia, por entonces de un hermano mayor de Valancourt, estaban a poco más de veinticinco kilómetros de distancia desde La Vallée, y en algunas ocasiones se había encontrado con el mayor de los Valancourt en visitas por la región. Este conocimiento le había predispuesto para aceptar su compañía, aunque su rostro y sus maneras habrían ganado la amistad de St. Aubert, que estaba siempre dispuesto a confiar en lo que le descubrían sus propios ojos, pero esos aspectos no le habrían parecido introducción suficiente al ir acompañado de su hija.

En el desayuno estuvieron casi tan silenciosos como en la cena de la noche anterior. Su mutismo se vio interrumpido por el ruido de las ruedas del carruaje en el que se marcharían St. Aubert y Emily. Valancourt se levantó de su silla y se fue hacia la ventana. Se trataba efectivamente de su carruaje, y volvió a su sitio sin decir palabra. Había llegado el momento de la separación. St. Aubert le dijo que esperaba que no pasaría nunca por La Vallée sin favorecerle con su visita. Valancourt, al darle las gracias, le aseguró que nunca lo haría, y al decirlo miró tímidamente a Emily, que trató de sonreírle en medio de la seriedad de su ánimo. Pasaron unos minutos más conversando y St. Aubert se dirigió ya hacia el carruaje, mientras Emily y Valancourt le seguían silenciosos. El último se quedó varios minutos en la puerta después de que se hubieron sentado y ninguno parecía tener valor suficiente para decir adiós. Por fin, St. Aubert pronunció la melancólica palabra, que Emily repitió a Valancourt, el cual la devolvió con una sonrisa contenida y el carruaje emprendió su camino.

Los viajeros continuaron durante algún tiempo pensativos y tranquilos, con una sensación que no era del todo desagradable. St. Aubert la interrumpió observando:

—Es un joven que promete. Hacía muchos años que no me había sentido tan complacido con una persona que acabara de conocer. Me ha traído a la memoria los días de mi juventud, cuando todo era nuevo y encantador.

St. Aubert suspiró, sumiéndose en su sueño. Emily volvió la cabeza hacia el camino que acababan de recorrer. Valancourt estaba allí, a la puerta de la posada, siguiéndoles con la vista. Se dio cuenta de que ella miraba y la saludó moviendo la mano. Ella le devolvió el adiós hasta que una revuelta del camino le hizo desaparecer de su vista.

—Recuerdo cuando tenía su edad —prosiguió St. Aubert— y pensaba y sentía exactamente como él. El mundo se abría ante mí entonces, ahora se va cerrando.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora