Capitulo Doce

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Pretendía a veces el rayo de Cintia, de plata brillante,

en oscuros claustros, lejos del embrujo de la locura,

con la libertad de mi parte y la melancolía de la tierna mirada.

GRAY


Blanche estaba tan interesada por Emily que, tras enterarse de que iba a residir en el convento vecino, solicitó del conde que la invitara a prolongar su estancia en el castillo.

—Y vos sabéis, mi querido señor —añadió Blanche—, qué encantada estaré de tener una compañera; ya que, por el momento, no tengo amigas para pasear o para leer, puesto que mademoiselle Beam es sólo amiga de mi madre.

El conde sonrió ante la sencillez juvenil con la que su hija cedía a las primeras impresiones, y pese a que decidió advertirla de tal peligro, aplaudió silenciosamente su condescendencia, que podía extender sus confidencias a una desconocida. Había observado a Emily con atención la noche anterior y estaba muy conforme con ella, tanto como era posible que lo estuviera con cualquier persona tras tan corto conocimiento. Las referencias dadas por monsieur Du Pont le habían causado también una favorable impresión de Emily; pero, extremadamente precavido en un asunto como el de la intimidad de su hija, decidió tras informarse por este último de que no era desconocida en el convento de Santa Clara, visitar a la abadesa y si su información se correspondía con sus deseos, invitar a Emily a pasar algún tiempo en el castillo. En este asunto se vio influido por la consideración de su hija, más que por el deseo de complacerla o porque fuera amiga de la huérfana Emily, por la que, no obstante, estaba muy interesado.

A la mañana siguiente Emily estaba demasiado fatigada para presentarse, pero monsieur Du Pont desayunaba cuando el conde entró en la habitación. Le presionó, como antiguo conocido e hijo de un viejo amigo, para que prolongara su estancia en el castillo; una invitación que Du Pont aceptó gustosamente, puesto que le permitía estar cerca de Emily y, aunque no tenía conciencia de que animaba la esperanza de que ella pudiera volver hacia él su afecto, no tenía fortaleza suficiente para intentar superarla en su presencia.

Emily, cuando se recobró en parte, paseó con su nueva amiga por los alrededores del castillo, tan encantada con las vistas que lo rodeaban como Blanche había deseado. Desde allí vio, más allá de los bosques, las torres del monasterio, y puso de manifiesto que aquél era el convento al que iría.

—¡Ah! —dijo Blanche con sorpresa—, yo acabo de salir de un convento y vos queréis entrar en uno. Si supierais con qué placer me paseo por aquí, en libertad, y veo el cielo y los campos, y los bosques que me rodean, creo que no lo haríais.

Emily, sonriendo por el calor con que se había expresado Blanche, le indicó que no tenía el propósito de quedarse en el convento toda la vida.

—No, es posible que no lo intentéis ahora —dijo Blanche—, pero no sabéis lo que pueden hacer las monjas para persuadiros de que consintáis. Yo sé cómo se manifiestan y cómo hablan de su felicidad, porque conozco bien su arte para ello.

Cuando regresaron al castillo Blanche llevó a Emily a su torreón favorito y desde allí recorrieron las antiguas habitaciones que Blanche había visitado antes. Emily se entretuvo al observar la estructura de aquellas cámaras y el estilo de su mobiliario viejo, pero aún magnífico, comparándolo con el del castillo de Udolfo, que era más antiguo y grotesco. Se interesó también por Dorothée, el ama de llaves que estaba a su servicio, cuya apariencia era casi tan antigua como todo lo que la rodeaba, y que parecía no menos interesada por Emily, ya que se quedaba contemplándola con frecuencia con profunda atención y casi no oía lo que le decía.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora