Italia - 1584
Emily St. Aubert ha perdido a sus padres, no tiene más remedio que irse a vivir con su tía, Madame Montoni, junto con su tío político, un diabólico vandolero, al gran castillo de Udolfo, , una nueva vida para la joven, pero la calma in...
La imagen de una culpa perversa, nefanda, vive en sus ojos; ese secreto semblante suyo
refleja el talante de un corazón muy agitado.
KING JOHN
Dejamos las alegres escenas de París y volvemos a las lóbregas de los Apeninos, donde los pensamientos de Emily seguían siendo fieles a Valancourt. Pensando en él como en su única esperanza, recordó con cuidada exactitud todas las seguridades y pruebas de su afecto, de las que había sido testigo; leyó una y otra vez las cartas que había recibido de él; pesó, con intensa inquietud, la fuerza de cada palabra que hablaba de su lealtad.
Mientras tanto, Montoni había hecho una investigación estricta en relación con las extrañas circunstancias de su alarma, sin obtener información; y se vio obligado a aceptar la razonable suposición de que fue un truco malintencionado realizado por alguno de sus criados. Sus diferencias con madame Montoni, relativas a las propiedades, se hicieron más frecuentes que nunca; la confinó totalmente a su propia habitación y no tuvo escrúpulos en amenazarla con una mayor severidad si insistía en no acceder.
Si hubiera consultado con su razón, se habría visto sorprendida por elegir la conducta que había adoptado. Habría comprendido el peligro de irritar con su continuada oposición a un hombre que se había manifestado como Montoni y a cuyo poder se hallaba; totalmente sometida. También habría comprendido la extrema importancia que tenía para su futura seguridad conservar aquellas posesiones, que le permitirían vivir con independencia de Montoni, si en algún momento pudiera escapar a su inmediato control. Pero se orientaba por una guía más decisiva que la de la razón; el espíritu de venganza, que la impulsaba a oponer violencia a la violencia, y obstinación a la obstinación.
Totalmente confinada en la soledad de su cuarto, se veía ahora reducida a solicitar la compañía que había rechazado últimamente, ya que Emily era la única persona, excepto Annette, con la que se le permitía conversar.
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Generosamente ansiosa por su tranquilidad, Emily, no obstante, trató de persuadirla, cuando no pudo convencerla, y buscó todos los medios amables posibles para inducirle a evitar la aspereza de sus réplicas, que tanto irritaban a Montoni. El orgullo de su tía se suavizó a veces por la tierna voz de Emily e incluso en algunos momentos consideró sus atenciones afectuosas con buena voluntad.
Las escenas de terrible contención, que Emily se vio frecuentemente obligada a presenciar, agotaron su ánimo más que cualquiera de las circunstancias que se habían presentado desde su marcha de Toulouse. La gentileza y la bondad de sus padres, junto con las escenas de su anterior felicidad, acudían con frecuencia a su mente, como las visiones de un mundo mejor, mientras que las personas y circunstancias que pasaban ahora ante sus ojos excitaban tanto el terror como la sorpresa. No podía imaginar que existieran pasiones tan fuertes y tan variadas como las que conmovían a Montoni y que se hubieran concentrado en un solo individuo; sin embargo, lo que más la sorprendía era que, en las grandes ocasiones, pudiera dominar esas pasiones, pese a ser tan salvaje, cuando se trataba de su interés, y que generalmente pudiera disimular en su rostro la actividad de su cerebro; pero le había visto ya demasiadas veces en momentos en los que no consideraba necesario disimular su naturaleza, para dejarse engañar en tales ocasiones.