Capitulo Once

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Dejo ese sendero florido para siempre

de la infancia, donde jugué tantas veces,

trinando y vagando descuidadamente por él;

en el que todo era inocente y alegre,

los valles románticos, las espigas armoniosas,

todo dulce, rústico y sencillo.

THE MINSTREL


Muy temprano, el carruaje que habría de llevar a Emily y a madame Cheron a Toulouse, apareció a la puerta del castillo, y madame ya estaba en el comedor cuando entró su sobrina. El desayuno transcurrió en silencio y melancólicamente por parte de Emily; y madame Cheron, cuya vanidad estaba herida por el rechazo, la reprendió de un modo que no contribuyó a hacerlo desaparecer. Con muchas dudas, Emily solicitó permiso para llevarse con ella al perro que había sido el favorito de su padre, y le fue concedido. Su tía, impaciente por marcharse, ordenó que el carruaje estuviera preparado, y mientras cruzaba la puerta del vestíbulo, Emily echó una última mirada a la biblioteca y otra de despedida al jardín y la siguió. La vieja Theresa la esperaba en la puerta para despedirse.

—¡Que Dios la proteja, mademoiselle! —dijo, mientras Emily le daba la mano en silencio y sólo pudo contestar con una presión en la suya y una sonrisa forzada.

En la verja se habían reunido varios pensionistas de su padre para despedirla y habrían hablado con ella si su tía hubiera permitido al cochero que se detuviera. Distribuyó de todos modos casi todo el dinero que llevaba y se hundió en el asiento, cediendo a la melancolía de su corazón. Poco después pudo ver en los desniveles del camino la silueta del castillo, asomando entre los árboles, rodeado de ramas y de hojas verdes. El Garona, abriendo su camino entre las sombras, se movía entre los viñedos y se perdía con mayor majestad en los pastos distantes. Los tremendos precipicios de los Pirineos, que se levantaban hacia el sur, despertaron en Emily miles de recuerdos de su último viaje; y aquellas vistas que despertaron su admiración entusiástica excitaban ahora únicamente dolor y pesadumbre. Después de la última visión del castillo y del hermoso escenario de sus alrededores, cuando las colinas lo ocultaron, su mente se sumergió en reflexiones demasiado dolorosas para que le permitieran atender la conversación que madame Cheron había comenzado sobre algún tema trivial y no tardaron en continuar su viaje en un profundo silencio.

Mientras tanto, Valancourt había regresado a Estuviere, y su corazón estaba ocupado con la imagen de Emily; a veces complaciéndose en sueños sobre su futura felicidad, pero más frecuentemente hundiéndose en el temor a la oposición que pudiera encontrar en su familia. Era el hijo más joven de una antigua familia de Gascuña; y, al haber perdido a sus padres en un período temprano de su vida, el cuidado de su educación y sus pequeñas propiedades habían pasado a su hermano, el conde de Duvamey, que le llevaba veinte años. Valancourt había sido educado en todos los conocimientos de su tiempo, y tenía un espíritu ardiente y una cierta grandeza de mente que le hacían particularmente brillante en los ejercicios que entonces se consideraban heroicos. Su pequeña fortuna había disminuido por los gastos necesarios para su educación; pero Valancourt, el mayor, parecía pensar que su talento y conocimientos suplirían ampliamente las deficiencias de su herencia. Le ofrecieron animosas esperanzas de promoción en la profesión militar, en aquellos tiempos casi la única en la que podía entrar un caballero sin incurrir en el desdoro de su nombre, y Valancourt fue naturalmente enrolado en el ejército. El talante general de su mente era poco comprendido por su hermano. Aquel ardor por todo lo que fuera grande y bueno en el mundo moral, así como en el natural, se despertó en sus años infantiles; y la fuerte indignación que sintió y expresó ante una acción criminal o malintencionada, atrajo en ocasiones la disconformidad de su tutor, que lo reprobaba bajo el término general de violencia de temperamento, y quien al argüir sobre las virtudes de la templanza y la moderación, parecía olvidar las de la gentileza y la compasión, que aparecían siempre en su pupilo hacia los causantes de sus desgracias.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora