Vamos, llora conmigo; —¡esperanza pasada,
remedio pasado, alivio pasado!
ROMEO Y JULIETA
Valancourt, mientras tanto, sufría la tortura del remordimiento y la desesperanza. Su encuentro con Emily había renovado todo el ardor con el que la amaba y que había pasado por un abandono temporal por su ausencia y los acontecimientos de su vida. Cuando al recibir su carta se puso en camino para el Languedoc, sabía que su propia locura le había envuelto en la ruina y no pretendía ocultárselo. Lamentó sólo el retraso que su mal comportamiento podría significar para su matrimonio, y no anticipó que la información pudiera inducirla a romper su relación para siempre. Con la posibilidad de esa separación dominando su mente, antes de perderse en reproches, esperó a la segunda entrevista en un estado de ausencia en el que se inclinaba a la esperanza de que sus súplicas pudieran prevalecer sobre sus intenciones. Por la mañana demandó información sobre la hora en que se verían, y su nota llegó cuando Emily estaba con el conde, que había buscado una oportunidad para hablar de nuevo con ella sobre Valancourt, ya que advirtió la extrema desesperación de su ánimo, y temió más que nunca que la abandonara su fortaleza. Una vez que Emily despachó al mensajero, el conde volvió al tema de su última conversación, repitiendo sus temores por la insistencia de Valancourt, y poniéndole de manifiesto la extensión de la desgracia en la que podía verse envuelta si rehusaba enfrentarse a la presente dificultad. Sus repetidos argumentos podrían realmente protegerla del afecto que seguía sintiendo por Valancourt, y decidió dejarse llevar por ellos.
Llegó finalmente la hora de la entrevista. Emily acudió intentando dominarse, pero Valancourt estaba tan alterado que no pudo hablar durante varios minutos, y sus primeras palabras alternaron entre las lamentaciones, los ruegos y los autorreproches. Después, dijo:
—Emily, te he amado, te amo, más que a mi vida; pero estoy arruinado por mi propio comportamiento. Sin embargo, busco complicarte en una relación que será tu desgracia en lugar de someterme al castigo, que merezco, de perderte. Estoy vencido, pero no seguiré siendo un villano. No trataré de cambiar tu decisión con los ruegos de una pasión egoísta. Renuncio a ti, Emily, y trataré de encontrar consuelo considerando que, aunque yo sea desgraciado, tú al menos puedes ser feliz. El mérito del sacrificio no es mío, porque nunca habría tenido fuerza suficiente para renunciar a ti, si tu prudencia no me lo hubiera pedido.
Se detuvo un momento, mientras Emily intentaba ocultar las lágrimas que brotaban de sus ojos. Le habría gustado decir: «Hablas ahora como debías haberlo hecho», pero se contuvo.
—Perdóname, Emily —dijo—, todos los sufrimientos que te he ocasionado, y, alguna vez, cuando pienses en el desgraciado Valancourt, recuerda que su único consuelo será creer que ya no eres infeliz por sus locuras.
Las lágrimas cayeron por sus mejillas y Valancourt se vio conmovido por la desesperanza, mientras Emily reunía toda su fortaleza para terminar la entrevista que sólo aumentaba la desesperación de ambos. Dándose cuenta de que lloraba y de que se ponía en pie para marcharse, Valancourt intentó, una vez más, sobreponerse a sus propios sentimientos y calmar los de ella.
—El recuerdo de estos pesares —dijo— serán mi protección en el futuro. ¡Oh!, nunca tendrá poder el ejemplo o la tentación para seducirme hacia el mal, exaltado como estaré por el recuerdo de tu sufrimiento por mí.
Emily se sintió confortada con esta afirmación.
—Nos separamos ahora para siempre —dijo—, pero, si mi felicidad es importante para ti, recordarás siempre que nada puede contribuir más a ella que el creer que has recobrado tu propia estima.
Valancourt cogió su mano; tenía los ojos cubiertos de lágrimas, y el adiós que había dicho se perdió en suspiros. Tras unos momentos, con dificultad y emoción, Emily dijo:
—Adiós, Valancourt, que seas feliz. —Repitió su adiós y trató de retirar la mano, pero él la seguía reteniendo y la bañó con lágrimas—. ¿Por qué prolongar estos momentos? —dijo Emily con voz casi inaudible—, son demasiado dolorosos para los dos.
—Es demasiado —exclamó Valancourt dejando escapar su mano y cayendo en la silla, donde se cubrió la cara con las manos y se vio sumido durante unos instantes en sollozos convulsivos. Tras una larga pausa, durante la cual Emily lloró en silencio, y Valancourt parecía luchar con su dolor, ella se levantó de nuevo para marcharse. Entonces, tratando de recobrar su compostura, dijo—: Te aflijo de nuevo, pero permite que la angustia que sufro suplique por mí. —Después añadió, en tono solemne, que temblaba con frecuencia por la agitación de su corazón—: Adiós, Emily, serás siempre el único objetivo de mi amor. A veces pensarás en el infeliz Valancourt y lo harás con piedad, aunque no puedas hacerlo con estima. ¡Oh! ¡Qué significa para mí el mundo entero sin ti, sin tu estima! —Se controló—. Vuelto a caer en el error que acabo de lamentar. No seguiré comprometiendo tu paciencia, o caeré en la desesperación.
Volvió a despedirse de Emily, llevó su mano a los labios, la miró por última vez y salió rápido de la habitación.
Emily permaneció en la silla en la que la había dejado, con el corazón tan oprimido que casi no podía respirar, escuchando los pasos que se alejaban, cada vez más débiles, mientras cruzaba el vestíbulo. Volvió a la realidad al oír la voz de la condesa en el jardín, y su atención se dirigió al primer objeto que tenía ante su vista, la silla vacía en la que había estado sentado Valancourt. Las lágrimas que había reprimido por la sorpresa de su marcha, acudieron para su consuelo y, finalmente, se encontró lo suficientemente reconfortada para regresar a su habitación.
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Los Misterios de Udolfo - Ann Radcliffe
ClassicsItalia - 1584 Emily St. Aubert ha perdido a sus padres, no tiene más remedio que irse a vivir con su tía, Madame Montoni, junto con su tío político, un diabólico vandolero, al gran castillo de Udolfo, , una nueva vida para la joven, pero la calma in...