Capitulo Diez

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¿Pueden ocurrir esas cosas

y vencernos como una nube de verano,

sin que nos sorprendamos especialmente?

MACBETH


A la mañana siguiente, Emily ordenó que encendieran fuego en la chimenea de la habitación en la que St. Aubert solía dormir; y, tan pronto como tomó el desayuno, se fue allí para quemar los papeles. Tras cerrar la puerta para prevenir interrupciones, abrió la cámara en la que estaban escondidos y, al entrar en ella, sintió una emoción singular. Durante unos momentos se quedó mirando todo, temblorosa y casi con miedo de quitar el panel. Había una butaca grande en una esquina y, en el otro extremo, la mesa en la que vio a su padre sentado la tarde anterior a su marcha, mirando con tanta atención lo que ella creía que serían aquellos mismos papeles.

La vida solitaria que había llevado últimamente Emily y los tristes temas que habían conmovido sus pensamientos la habían hecho especialmente sensible a caer en pesadas fantasías de una mente altamente alterada. Era lamentable que su extraordinaria comprensión pudiera ceder, aunque fuera por un momento, a los sueños de la superstición, o más bien a esos estados de la imaginación que engañan los sentidos al extremo de llegar a lo que no puede llamarse menos que locura momentánea. Instantes de estos fallos temporales de su mente se habían presentado en más de una ocasión desde que regresó a su casa; particularmente cuando, recorriendo aquella mansión solitaria a la luz del atardecer, se había asustado por apariciones que jamás hubiera visto en sus más felices días. A este inestable estado de nervios se puede atribuir el que se imaginara cuando sus ojos miraron por segunda vez hacia la butaca, que estaba en una parte oscura de la habitación, que aparecía allí el rostro de su padre muerto. Se quedó quieta durante unos momentos, tras los cuales abandonó la habitación. Su ánimo no tardó en regresar y se reprochó que una debilidad momentánea hubiera interrumpido un acto de tanta importancia y volvió a abrir la puerta. Por las indicaciones que le había dado St Aubert, no tardó en encontrar el panel que le había descrito en el extremo opuesto de la habitación, cerca de la ventana. Distinguió también la línea que le había mencionado, y, al presionarla, como le había dicho que hiciera, el panel cedió y dejó al descubierto un fajo de papeles, con algunos desparramados y el bolso con los luises. Con mano temblorosa lo sacó todo, volvió a colocar el panel en su sitio, se detuvo un momento y, al levantarse del suelo, volvió a mirar a la butaca donde apareció ante su asustada fantasía el mismo rostro. La ilusión en un nuevo instante de efectos desgraciados que la soledad y la pena le estaban produciendo gradualmente en su mente, dominó su espíritu. Corrió por la habitación y cayó sin conocimiento en una silla. Sus razonamientos superaron pronto el terrible y lamentable ataque de su imaginación. Se volvió hacia los papeles, pero con tan poca seguridad en sí misma que sus ojos se fijaron involuntariamente en lo escrito en algunas hojas sueltas, que estaban abiertas. No tenía conciencia de que estaba transgrediendo las órdenes estrictas de su padre, hasta que una frase de aterradora importancia despertó su atención y su memoria al mismo tiempo. Con un gesto violento apartó los papeles de sí, pero las palabras, que habían despertado igualmente su curiosidad y su terror, no podía borrarlas de sus pensamientos. La habían afectado tan poderosamente que ni siquiera pudo decidir la inmediata destrucción de los papeles, y cuanto más luchaba contra esta circunstancia más se inflamaba su imaginación. Urgida por la 1}1ás insistente y aparentemente más necesaria curiosidad por algo que se refería a su padre en un tema terrible y misterioso, sobre el que había leído una alusión, comenzó a lamentar su promesa de destruir los papeles. Por un momento dudó incluso si debería obedecer, en contradicción con las razones que parecían indicarle que obtuviera más información. Pero la duda fue momentánea.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora