Y la pobre Desgracia siente el azote del Vicio.
THOMSON
Emily aprovechó la primera oportunidad para conversar a solas con monsieur Quesnel en relación con La Vallée. Las respuestas fueron concisas, y expuestas con el aire de un hombre que es consciente de poseer un poder absoluto y que se impacienta al oír que es puesto en duda. Declaró que el disponer del lugar era una medida necesaria, y que se debía considerar en deuda con él por su prudencia incluso por los pequeños ingresos que le habían quedado.
—Sin embargo, cuando este conde veneciano (he olvidado su nombre) se case contigo, tu desagradable estado de dependencia cesará. Como pariente tuyo me alegra esta circunstancia, tan afortunada para ti, y, debo añadir, tan inesperada para tus amigos.
Durante unos momentos Emily se quedó fría y silenciosa ante sus palabras; y, cuando trató de desengañarle, aclarándole los propósitos de la nota que había incluido en la carta de Montoni, pareció que tenía razones privadas para no creer en su afirmación y durante considerable tiempo insistió en acusarla por su conducta caprichosa. Sin embargo, convencido al fin de que ella detestaba realmente a Morano y de que había rechazado decididamente su propuesta, su resentimiento fue desmesurado y se expresó en términos igualmente acusadores e inhumanos, porque, secretamente envanecido ante la posibilidad de su conexión con un noble, cuyo título había simulado olvidar, era incapaz de sentir piedad por cualquier sufrimiento que pudiera padecer su sobrina que se interpusiera en el camino de su ambición.
Emily vio de golpe en su actitud todas las dificultades que la esperaban, y aunque no hubiera poder que la hiciera renunciar a Valancourt por Morano, su fortaleza temblaba al enfrentarse a las violentas pasiones de su tío.
Se opuso a su turbulencia y a su indignación únicamente con la suave dignidad de una mente superior; pero su firmeza amable sirvió para exasperar aún más su resentimiento, ya que le obligaba a sentir su propia inferioridad, y, cuando se separó de ella, declaró que si persistía en su locura, tanto él como Montoni la abandonarían al desprecio del mundo.
La calma que había asumido en su presencia abandonó a Ernily cuando se vio sola y lloró amargamente, invocando frecuentemente el nombre de su padre fallecido, cuyo consejo desde su lecho de muerte recordó entonces. «¡Ahora me doy cuenta! —se dijo—, me doy cuenta que tiene más valor el poder de la fortaleza que la gracia de la sensibilidad y que me esforzaré en cumplir la promesa que hice entonces; no caeré en lamentaciones inútiles, sino que trataré de superar, con firmeza, las opresiones que no puedo eludir».
Consolada en parte por la conciencia de cumplir la última petición de St. Aubert y decidida a seguir la conducta que él hubiera aprobado, se sobrepuso a las lágrimas, y, cuando se reunieron para cenar, había recobrado la habitual serenidad de su rostro.
En el frescor de la tarde, las damas tomaron el/resco por las orillas del Brenta en el carruaje de madame Quesnel. El estado de ánimo de Emily contrastaba melancólicamente con los alegres grupos reunidos bajo las sombras que rodeaban la corriente. Unos bailaban bajo los árboles, y otros, reclinados en la hierba, tomaban helados y café y disfrutaban calmosamente de los efectos de una noche hermosa en un paisaje exuberante. Emily, cuando miró las cumbres nevadas de los Apeninos, ascendiendo en la distancia, pensó en el castillo de Montoni y sintió el terror de que pudiera ser confinada allí con el propósito de forzar su obediencia; pero su temor desapareció al considerar que estaba tan en su poder en Venecia como en cualquier otra parte.
Ya había salido la luna cuando el grupo regresó a la villa, en la que la cena había sido dispuesta en el ventilado vestíbulo que tanto había llamado la atención de Emily la noche anterior. Las damas se sentaron en el pórtico, hasta que monsieur Quesnel, Montoni y otros caballeros se unieran a ellas a la mesa, y Emily decidió dejarse llevar por la tranquilidad de la hora. En ese momento, una barcaza se detuvo en los escalones que conducían al jardín y poco después distinguió las voces de Montoni y Quesnel, y después la de Morano, que apareció de inmediato. Recibió sus galanterías en silencio y su frialdad le descompuso de momento, pero no tardó en recobrar sus habituales maneras alegres, aunque la oficiosa amabilidad de monsieur y madame Quesnel, según percibió Emily, le disgustara. Nunca había visto tal grado de atención por parte de monsieur Quesnel y casi no podía creerlo, porque nunca le había visto más que en presencia de inferiores a él o iguales.
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Los Misterios de Udolfo - Ann Radcliffe
KlasikItalia - 1584 Emily St. Aubert ha perdido a sus padres, no tiene más remedio que irse a vivir con su tía, Madame Montoni, junto con su tío político, un diabólico vandolero, al gran castillo de Udolfo, , una nueva vida para la joven, pero la calma in...