Capitulo Diez

227 16 0
                                    

¡Oh! ¡El júbilo

de los proyectos jóvenes, dibujados en la mente

con los relucientes y cálidos colores que derrama la fantasía

sobre cosas que aún no conocen, cuando todo es nuevo,

y ¡todo es hermoso!

DRAMAS SACROS


Volvemos ahora al Languedoc y a mencionar al conde De Villefort, el noble que sucedió en una propiedad al marqués De Villeroi, situada cerca del monasterio de Santa Clara. Se recordará que este castillo no estaba habitado cuando St. Aubert y su hija estuvieron en aquella zona, y que el primero se conmovió profundamente al saber que se encontraba tan cerca del Chateau-le-Blanc, un lugar sobre el que el viejo La Voisin había hecho después algunas insinuaciones que despertaron la curiosidad de Emily.

Fue al comienzo del año 1584, el mismo en que murió St. Aubert, cuando Francis Beauveau, conde De Villefort, tomó posesión de la casa y los extensos dominios llamados Chateau-Ie-Blanc, situados en la provincia de Languedoc, en las costas del Mediterráneo. Esta propiedad, que durante varios siglos había pertenecido a su familia, pasaba a sus manos a la muerte de su pariente, el marqués De Villeroi, que había sido en los últimos tiempos un hombre de carácter reservado y austero, circunstancia que junto con los deberes de su profesión, que le habían llevado con frecuencia a los campos de batalla, habían impedido cualquier grado de intimidad con su primo el conde De Villefort. Durante muchos años habían sabido muy poco el uno del otro, y el conde había recibido la primera noticia de su muerte, sucedida en una parte distante de Francia, al mismo tiempo que los documentos que le concedían la posesión del dominio Chateau-le-Blanc; pero hasta el año siguiente no decidió visitar la propiedad, estableciendo que pasaría allí el otoño. Con frecuencia recordaba el ambiente del Chateau-le-Blanc, engrandecido con los toques que una imaginación calenturienta aporta a los placeres juveniles, ya que, muchos años antes, cuando aún vivía la marquesa, y a una edad en la que la imaginación es particularmente sensible a las impresiones de alegría y entretenimiento, había visitado aquel lugar, y, aunque había pasado mucho tiempo entre las vejaciones y problemas de los asuntos públicos que con demasiada frecuencia corroen el corazón y oscurecen el gusto, las sombras de Languedoc y la grandeza de los distantes paisajes nunca habían sido recordados por él con indiferencia.

Durante muchos años el castillo había estado abandonado por el fallecido marqués y, al estar habitado únicamente por un viejo criado y su mujer se encontraba en clara decadencia. La supervisión de las reparaciones que eran necesarias para convertirlo en una residencia confortable habían sido el principal motivo para que el conde pasara los meses otoñales en Languedoc, y ni las protestas ni las lágrimas de la condesa, porque en situaciones extremas hasta podía llorar, fueron suficientemente poderosas para hacerle desistir de su determinación. La condesa se preparó, por ello, a obedecer sus órdenes, que no pudo modificar, y a renunciar a las animadas reuniones de París —donde su belleza no tenía generalmente rival y ganaba el aplauso al que su agudeza no recurría— por la sombría estancia en los bosques, la solitaria grandeza de las montañas, las solemnidad de los patios góticos y las largas y prolongadas galerías en las que sólo resuenan los pasos solitarios de las personas de la casa o el sonido regular del enorme reloj que contempla todo desde lo alto. Desde estas melancólicas expectaciones trató de consolarse recogiendo todo lo que había oído relativo a las alegres cosechas de las llanuras de Languedoc, pero nada podía compensarla de la alegre melodía de las danzas parisinas, y la vista de las fiestas rústicas de los campesinos poco podía aportar a su corazón, en el que incluso los sentimientos de una tolerancia común habían decaído desde hacía largo tiempo por la corrupción del lujo.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora