Capítulo 37: Sin.

53 5 2
                                    

Desperté con un pequeño brinco en mi lugar. No sabía desde cuándo me había quedado dormido. En el momento en el que las lágrimas se detuvieron y mis ojos se sintieron secos y cansados, probablemente. Sentí mi espalda crujir apenas rodé sobre ella, confundido al darme cuenta de que no estaba en mi cuarto.

Por supuesto que no estaba en mi cuarto. Estaba sobre una cama que se sentía distinta, olía distinta y se veía distinta. Había dormido en la cama de Mickey... aunque sin él.

Paseé mis ojos alrededor de la habitación. La luz en el techo aún estaba prendida, pero no afectaba al mezclarse con los rayos del sol que entraban por entre las cortinas cerradas. Miré todas las cosas que allí habían. Lo que más captaba mi atención era el desorden, pero no era el momento de ponerme quisquilloso, pues bien sabía que la única razón por la que no seguía llorando era porque ya no quedaban lágrimas que llorar en mis ojos.

Después de todo, estaba en la habitación de Mickey, sin Mickey. Estaba en su casa, pero sin él. No. Él estaba lejos, dormido probablemente sobre una cama de hospital, las sábanas blancas envolviendo su cuerpo. Yo estaba aquí, pero él seguía allá.

Me levanté, suspirando ante mis pensamientos. Sabía que seguramente debía darme una ducha, cambiar mi ropa sudorosa y húmeda. Secar mi cabello, que estaba inflado y lleno de frizz a causa de la lluvia la noche anterior. También debía cepillar mis dientes y hacer algo con mis mojadas zapatillas.

Sin embargo, todo lo que quería era ver a Mickey. No lo veía hacia días. Y eso era una tortura. Quería ver su rostro, aunque no pudiera ver sus ojos abiertos. Necesitaba ver sus labios, aunque no pudiera ver su sonrisa. Quería tenerlo cerca, aunque probablemente él me quisiera lejos.

Apenas mis pies volvieron a tocar el suelo, aterrizaron sobre algo más. Y al mirar hacia abajo, vi de nuevo aquel cuaderno de la tortura. El diario de Mickey. Me pregunté si acaso quedarían en las hojas marcadas las lágrimas que se me habían escapado de mis ojos mientras lo leía.

Lo recogí del suelo y con cuidado volví a meterlo en el cajón del buró junto a la cama. Sobre aquel escritorio, se encontraba la ventana, y antes de que pudiera pensarlo muy bien me levanté y tomé los extremos de las cortinas en mis manos. Las corrí, dejando ver el soleado día que me esperaba afuera.

Por fin, la lluvia había cesado. Aunque, esta vez, el clima ya no iba a tempo con mi estado de ánimo, sino que era todo lo contrario. Podía oír a los típicos parajillos mañaneros silbar y los rayos del Sol quemar y calentar lo que anteriormente se había mojado.

No, definitivamente, no coincidíamos.

Decidí abandonar la habitación de Mickey, apagando la luz antes de salir. Bajé por las escaleras, lento, realmente sin ganas de apurar mi paso. Mis ojos de pronto cayeron en las varias fotografías que habían colgadas en la pared del primer piso, en la sala de entrada. Mientras bajaba los peldaños en la escalera y mis dedos se deslizaban por el pasamanos, me enfoqué en las fotografías.

Habían varias. Parecían ser viejas algunas, aunque otras se notaban hace no tantos años atrás. Se variaban en la pared como un gran collage, con marcos realmente coloridos. Al llegar al suelo, me acerqué a la pared repleta de cuadros, y me detuve frente a una en específico. Allí, Mickey tenía una gran sonrisa, aunque le faltaran dos dientes a esta.

Se veía pequeño, como alrededor de los seis años. Tenía flotadores en cada brazo, y a juzgar por el soleado cielo de fondo diría que era en verano, un día caluroso. En la fotografía, estaba junto a una señora mayor. Pensé entonces que podría tratarse de alguna abuela. Sentí un pequeño pinchazo en el pecho, pero lo dejé pasar.

SEPTIEMBRE📌 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora