Tres

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Después de varias semanas de cuando Temo y yo saboreamos por primera vez los labios del otro, nuestra amistad se volvió más fuerte que nunca. Hacíamos todos los trabajos escolares juntos, nos sentábamos siempre uno al lado del otro en el salón de clases. Él iba a verme a mis partidos de fútbol y yo hacía lo mismo, pero con sus juegos de baloncesto. Poco a poco llegamos a forjar una amistad envidiable a los ojos de los demás.

Sin embargo, no todo era tan dulce como se esperaría. En el fondo, Temo seguía triste por los problemas familiares y, después de nuestras sesiones nocturnas de besos y caricias, parecía que terminaba más deprimido. Una noche, ya en segundo de secundaria, le pregunté qué le pasaba, por qué siempre se volvía tan frío luego de pasar la noche juntos.

—No lo sé, Diego —me respondió de un modo cortante—. No quiero hablar de eso.

A pesar de eso, esa misma noche y antes de irnos a dormir, me preguntó algo que me tomó por sorpresa: <<¿Estamos haciendo algo bueno o algo malo?>>.

—¿A qué te refieres, Temo? —quise saber.

—Ya sabes... esto de besarnos y darnos la mano. El otro día escuché a mis hermanos mayores haciendo bromas sobre los hombres que besan a otros hombres.

Temo parecía realmente afectado. Sé que, por el contexto y modo de vida de su familia, estos temas siempre causarían polémica. No supe cómo responder, así que me limité a mirarlo a los ojos. Lentamente, sentí cómo se acercaba despacio a mis labios. Cerré los ojos y dejé que la magia sucediera una vez más.

Cuando nos separamos, le pregunté: <<¿Te gusta esto?>>.

—Sí —dijo—, mucho.

—Entonces no tiene nada de malo —sentencié—. Escúchame, Temo, cuando hay un sentimiento puro, la conciencia no lastima.

Una vez dicho esto, Temo se recostó de nuevo en la cama y yo recargué mi cabeza en su hombro.

—Le voy a decir a mi mamá que soy gay —dije con mis ojos cerrados, después de un largo rato en silencio—. Y es la verdad, Temo. Me gustas.

—Creo que tú también me gustas, Diego... —respondió con la voz muy queda. Sin embargo, sabía que Temo no me estaba diciendo toda la verdad.

—¿Pero...? —pregunté, convencido de que existía algo más en la afirmación de Temo.

—Pero creo que lo mejor será no decirle a nadie, Diego —exclamó Temo, dando así por terminada nuestra conversación.


[...]


Aunque Temo me había dicho que no le dijera a nadie sobre lo nuestro, nunca acordamos que no le diría a mi mamá que yo era gay. Así que un sábado, después de que a Temo lo recogió su madrastra, me senté con mi mamá en la cocina y le confesé mi secreto. Contrario a lo que esperaba, mi mamá no se sorprendió, lo único que me dijo fue: <<Dime que no has hecho nada con tu amigo>>.

—Claro que no, mamá —le respondí sin dudar. No pensaba delatar a Temo, además que tampoco habíamos hecho nada fuera de los besos durante nuestras pijamadas. Lo único que hacíamos era dormir abrazados o tomados de la mano, pero nunca pasamos a algo más. En parte, porque a Temo nunca se le ocurrió, además que no era algo que me interesara en ese momento.

Sin embargo, por más que mi mamá aceptara mi orientación sexual, no me dejó que invitara más a Temo a dormir a mi casa. Sí nos seguía visitando para comer o ir al cine, incluso yo iba a su casa cuando su madrastra salía de viaje y era seguro que no hubiera peleas en su familia. Pero jamás volvimos a dormir juntos desde entonces.

Temo nunca supo el verdadero motivo por el cual mi mamá no dejó que continuara durmiendo en mi casa. Yo siempre le decía que mi mamá se sentía enferma o tenía mucho trabajo. Y así seguimos durante el resto de nuestro segundo año de secundaria.

Eso no significó que dejáramos atrás nuestra relación. Todavía hacíamos muchas cosas juntos, como salir a comer a un centro comercial o ver películas en el cine. Era en esas salidas donde aprovechábamos para tomarnos de la mano cuando nadie estaba cerca y, algunas ocasiones, hasta nos besábamos a escondidas en algún baño o en los últimos asientos del camión.

En la escuela no era diferente. A veces coincidíamos juntos en el baño o en los vestidores, antes de nuestras clases de deportes. Era entonces que aprovechábamos y pasábamos tiempo juntos. Ciertamente poco a poco nuestros besos y caricias subían de intensidad, sin llegar nunca a intimar demasiado.

En una ocasión estábamos sentados en una banca, al fondo de las canchas deportivas de la secundaria. Las clases habían terminado y quedaban pocos alumnos en la escuela, así que Temo y yo aprovechamos para platicar como si fuéramos novios: nos sentamos uno frente al otro, tomándonos de las manos y dándonos besos suaves en nuestras mejillas.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, pudieron ser horas enteras que a mí me parecieron escasos segundos. El problema fue que, sin que nos diéramos cuenta, mis compañeros del equipo de fútbol llegaron a entrenar donde nos encontrábamos, y Neto, el capitán del equipo nos gritó: <<¡Qué escondidito se lo tenían!>>.

Acto seguido todos voltearon hacia nos encontrábamos y nos vieron todavía tomados de las manos. Al instante nos separamos y yo me puse de pie tratando de justificar nuestras acciones y encarar a mis compañeros de equipo. Sin embargo, Temo no tenía ganas de explicarle nada a nadie, así que tomó sus cosas y se echó a correr en dirección al salón de clases. Yo traté de seguirlo, pero Temo siempre fue más rápido que yo, así que lo perdí de vista.

Al llegar a mi casa traté de ponerme en contacto con Temo, pero el teléfono de su casa sonaba y sonaba, sin que nadie contestara. Así que decidí ir a visitarlo a su casa y ver cómo se encontraba.

La casa de los López era muy grande y bonita. El trabajo nuevo de su papá les había permitido darse ciertos lujos, diferente a como yo los conocí cuando me hice amigo de Temo. Era una construcción muy elegante, con jardín y muchas habitaciones. Yo conocía cuál era la habitación de mi amigo y, desde la banqueta, se alcanzaba a ver una tenue luz encendida en el interior. Pero esa lámpara no era lo único que se distinguía, pues hasta la calle llegaban los gritos del señor Pancho y su esposa, Rebeca. Estaban peleando horrible. Hasta se escuchaba que lanzaban y quebraban cosas. Yo me quedé afuera, oculto tras unos árboles, a la espera de que la pelea bajara de intensidad. Pero por más que esperé, el matrimonio López seguía sumido en una discusión sin fin.

En vista de que no pude hablar con Temo me regresé a mi casa, con la esperanza de platicar con él a la mañana siguiente, en la escuela. Pero Temo nunca llegó a clases. Seguía sin responderme mis llamadas ni mis mesajes.

Al llegar de nuevo a mi casa mi mamá me sorprendió con una terrible noticia: <<La madrastra de tu amigo Temo murió anoche>>.

No lo podía creer. Era imposible pensar que Rebeca hubiera muerto tan de repente. Me costaba imaginar que eso sucedió anoche, poco después de que me fuera de casa de los López. En ese instante, un horrible pensamiento cruzó por mi cabeza: ¿Y si Pancho había matado a su propia esposa? No. Imposible. El señor López sería incapaz de hacer algo por el estilo.

—¿Cómo pasó? —pregunté, con los ojos humedecidos—. ¿Temo lo sabe?

—Escuché que tuvo un accidente en su coche —me dijo mi mamá—. Y sí, Temo lo sabe.

Desde ese día Temo y su familia jamás volvieron a ser los mismos. Pasaban los días y Temo seguía sin ir a la escuela. Cuando iba a su casa, don Pancho lloraba todo el tiempo. Incluso dejó de ir al trabajo. La vida de los López se estaba viniendo abajo. Por eso no me sorprendió cuando llegué un día a visitarlos y Temo me dio la noticia: <<Nos vamos a mudar a Oaxaca, Diego>>.

COMENZAR DE NUEVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora