Cuarenta y tres

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Llegamos a las escaleras y llevamos a Temo al primer descanso, donde Aristóteles ha preparado su próxima sorpresa: un batallón entero de alcancías en forma de cochinito. Son veinticinco, para ser exactos. La gran mayoría compradas con mí dinero, pero no tengo el corazón para echarle en cara eso a mi vecino y mucho menos revelárselo a mi amigo. 

—¿Qué es esto? —pregunta Temo, entre risas. 

—El escuadrón cochinito —responde complacido Aristóteles—. Son los primos y amigos del puerquito que me regalaste aquella vez en la feria, ¿recuerdas?

—Claro que me acuerdo... Y por cierto, también recuerdo que nunca te pagué los esquites que te debía —confiesa en tono de vergüenza. 

No sé de qué hablan, pues parece ser una situación especial entre ellos, pasada mucho antes de que me apareciera por Oaxaca. Aun así disfruto ver a Temo sonriente y un poco menos tenso que hace rato. 

—En fin, los cochinitos te tienen una sorpresa, Cuauhtémoc López —agrega Aristóteles. He de admitir que el tono picaresco en que dice aquello me toma desprevenido. Una parte de mí experimenta una especie de celos, aunque sé que no tengo motivos suficientes para hacerlo.

—¿Eso significa que los tengo que romper? —pregunta Temo, lo cual me saca de mi trance—. Preferiría no hacerlo, Aris, me da un no sé qué que todas estas alcancías se desperdicien. ¿Qué traen adentro? 

—No te lo puedo revelar, Temo, por eso tienes que hacerlo tú mismo. 

Finalmente se anima a romper el puerquito más cercano a él, desde donde sale una pieza de rompecabezas. Es del tamaño de una moneda y se descubre en ella una mezcla de colores grises, con una raya curva medio extraña en el medio. 

—¿Es una banca de la escuela? —pregunta inquieto mi mejor amigo. Y solo hasta entonces caigo en cuenta que, efectivamente, se trata de las bancas que están por todo el patio de la escuela. 

—Tienes que abrir el resto de cochinitos —añade mi vecino con una media sonrisa, bastante inquieto por que se devele la imagen del rompecabezas. 

—¿Me ayudan? —nos pide Temo.

Y empezamos a lanzar por las escaleras a los veinticuatro cochinitos-alcancías restantes. Algunos se rompen enseguida y otros más ruedan un par de escalones abajo antes de quedar hechos añicos. 

Al parecer hicimos mucho ruido, pues enseguida sale de su departamento doña Blanca, seguida desde cerca por doña Imelda. Ambas se notan sorprendidas y la última, ligeramente molesta. 

—¿Se puede saber que es todo este escándalo? —pregunta doña Imelda, dirigiéndose principalmente a su nieto. 

—¡Qué barbaridad! —añade doña Blanca—, miren nada más el desastre que hay en el pasillo.

Efectivamente dejamos un tiradero a lo largo de las escaleras y el pasillo del edificio. Hay restos de cochinitos por todos lados. Algunos grandes, pero en su mayoría, pequeñitos.

—Tía Blanca, abuela, no se preocupen —responde enseguida mi vecino—. Simplemente se nos cayeron estas alcancías, pero no se preocupen, que enseguida las limpiamos. 

—Así es, no se preocupen —tercia Temo—, quedará como nuevo. 

—Más les vale —amenaza la vecina—, porque apenas el fin de semana pasado fue el día de limpieza general del edificio. Así que espero que dejen este pasillo más limpio que como estaba. Y muchachos, tengan más cuidado para la próxima. 

—¡Esto parece un chiquero! —sentencia doña Imelda, antes de darse media vuelta y regresar a su departamento. 

En cuanto cierran la puerta, los tres nos volteamos a ver nerviosos y apenados, pero nos bastan un par de segundos en silencio para estallar en risas. Por mi mente pasa lo hermoso del momento: quisiera que alguien nos estuviera tomando una foto, la cual pudiera enmarcar y tener siempre a la vista. Juro que en este momento siento como si no existiera nada malo entre nosotros, y desearía que todo durara para siempre. 

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