DIECISIETE

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—¿Estai bien?

Negué repetidas veces con la cabeza.

Estaba atrapada en un ascensor. Atrapada en un ascensor con un humano del sexo opuesto. No, no, era mucho peor; estaba atrapada en un ascensor con un hueón que me caía mal.

Probablemente me iba a dar algo.

El Vicente ya había presionado el botón de emergencia, hablado con el conserje del edificio, relatado toda la situación y nada.

Na-da.

—Siéntate —me sugirió/ordenó mi compañero de encierro. Por primera vez desde que lo conocía no sonaba enojado cuando me hablaba y eso me hacía estar más preocupada. Era el fin del mundo— te pusiste pálida.

Inevitablemente llevé las manos hacia mi cara, en un intento ahueonao de que no me viera.

—No me gustan los lugares cerrados —me excusé.

Y tampoco me gusta estar encerrada contigo.

—Mh ya. —fue lo único que me contestó. Dio una última mirada hacia mi cara y deslizó las manos dentro de los bolsillos de su pantalón.

¿Era idea mía o estaba relajado?

—¿Por qué estás tan tranquilo? —cuestioné.

Elevó sus hombros, restándole importancia a algo que ni siquiera había dicho todavía.

—No es la primera vez que me quedo encerrado con alguien aquí.

¿O sea que ya había estado con otras minas en esta misma circunstancia?

Mordí mi labio, odiando sentirme extraña por esa simple y mínima hueá. ¿Eran celos?

Ay no. Líbrame, señor.

—¿Por qué nos hiciste subir entonces? —le pregunté un poco pesá. Lamentablemente yo no era el tipo de persona que funciona bajo presión y diez minutos encerrada con el hueón más pesado del mundo hicieron que me contagiara— si sabías que esto está malo.

Frunció el ceño.

—¿Se supone que tenía qué saber que justo hoy esta hueá iba a fallar?

—No, pero según tú ya te ha pasado.

—¿Preferíai subir los doce pisos por las escaleras? —me preguntó con ambas cejas alzadas. ¿Lo prefería? evidentemente no— eso pensé.

¿Me estaba leyendo la mente? Esa era mi respuesta, pero claramente no le di el gusto de que pensara que sabía todo.

—De haber sabido que el ascensor funcionaba mal obviamente hubiera preferido las escaleras. —le dije, cruzando mis brazos.

Él simplemente se rió.

¿Ahora se estaba riendo de mí?

—Tampoco sé de qué te quejai, es tú culpa que nos quedáramos aquí encerrados. —me echó el saco de la responsabilidad en la espalda.

Levanté ambas cejas, incrédula.

—¿Mi culpa?

PAPI MECHÓN (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora