Capítulo XXXVII.

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_____ ya no sentía los brazos. Durante un rato, había intentado doblar las rodillas o inclinarse hacia adelante o hacia atrás para hacer que la sangre siguiera circulando. Pero al final se dio cuenta de que cuanto más erguida y quieta permaneciera, menos tensión soportaban los músculos de la espalda y de las piernas, que en algunos momentos le ardían de dolor.

No sabía cuánto tiempo había pasado. ¿Veinte minutos? ¿Una hora? ¿Dos?

Su mente iba a mil por hora, debatiendo si debería llamarlo, pero algo le dijo que no lo hiciera.

Justo cuando pensaba que no lo soportaría más, que se desmoronaría y gritaría «límite infranqueable» a todo pulmón, algo la alertó: la puerta se había abierto. Oyó los pasos de James acercándose y el sonido del metal. Se alegró al pensar que le iba a soltar los brazos. Pero en seguida se dio cuent a de que no, que se limitó a bajárselos para que pudiera doblar los codos. Así y todo, fue un dulce alivio. Aunque la dejara en esa postura otro rato, podría soportarlo.

James estaba de pie frente a ella. Sintió que estaba tan cerca que si se inclinaba hacia adelante podría rozarlo. Pero se quedó completamente quieta.

Le metió la mano entre las piernas y sus dedos encontraron de inmediato ese dulce punto que hasta la noche anterior ella no había sabido que existía. El contraste entre las duras y agradables caricias de sus dedos y el sordo dolor que había estado sufriendo fue tan intenso que se le doblaron las piernas.

—Mantente recta —le ordenó, y _____ se esforzó por mantenerse erguida.

Retiró los dedos de su interior y le acarició el sexo con delicad eza,
jugueteando con su clítoris. De repente, sintió una rápida y húmeda caricia de su
lengua y James volvió a sumergir el dedo en su interior. Ella gimió, le dolían los brazos, las piernas se esforzaban por mantener el equilibrio y el control mientras su sexo palpitaba con sensaciones que nunca habría podido imaginar.

La llevó hasta el límite de la liberación y luego dejó de tocarla. Si hubiera tenido las manos libres, habría acabado ella misma sin dudarlo. Así de desesperada era su necesidad. Y entonces sintió el inconfundible contacto de su miembro rozando la entrada de su vagina, pero apenas le abrió los labios de la misma antes de alejarse.

—Por favor —le rogó, avergonzada de sí misma, pero consciente de que aquello sólo acababa de empezar.  

La Bibliotecaria (James Maslow) [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora