❁ Capítulo 14 ❁

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Jamás se había sentido tan humillada, enojada e inútil como lo hacía mientras observaba a su alrededor, con  barrotes de metal encerrándola en lugar de las usuales reglas y normas de sus padres

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Jamás se había sentido tan humillada, enojada e inútil como lo hacía mientras observaba a su alrededor, con barrotes de metal encerrándola en lugar de las usuales reglas y normas de sus padres. Era otro tipo de encierro, pero la causa era lo peor. Ella misma lo había causado todo. Sus ojos ardían, y su boca no podía articular una sola palabra. Pasaron horas antes de que se tranquilizara lo suficiente para dejar de temblar.

No estaba hecha para esta vida, y había sido una tonta al pensar que lograría hacer algo por su cuenta. Ahora solo le quedaba buscar la manera de hacer la paz con sus acciones y con su vida antes de ser ejecutada por sus errores.

Nairi estaría enojada. Ojalá lo estuviera. Ojalá el odio y la furia imperaran en su corazón en lugar de la culpabilidad, porque Aurora no se creía capaz de soportar dejarla martirizarse por lo sucedido por el resto de sus días. Quizá hasta se iría al infierno por causarle tanta angustia a la mujer que la salvó.

Ya pasaba del mediodía. No podía ver el sol, ni ningún reloj, pero estaba segura que llevaba ahí, en un calabozo bajo tierra, más de tres horas. Nairi ya se habría dado cuenta de su ausencia y su más que seguro no retorno.

Recordando que lo único que le quedaba era la resignación y la paz consigo misma, comenzó a cantar para calmar sus ánimos y consolarse un poco. Era una canción de un enamorado para la joven que no lo ama de vuelta; la canción más triste en la que pudo pensar. Su voz se rompió varias veces mientras cantaba.

«Por desgracia, ruego por esperanza y ayuda, pues mi alegría terminará si no me tienes piedad.»

Ella necesitaba piedad de otro tipo.

—¿Quién eres? ¿Ligeia, en persona? —preguntó una delicada y rota voz a su derecha.

—¿Hola? ¿Quién, perdón? —preguntó Aurora.

En la celda de al lado, una mujer sacó una mano entre los barrotes.

—Jamás oí una voz tan bella —dijo la mujer, y Aurora intentó sonreír aunque no la viera—. Si no eres Ligeia, tendrás que ser alguna otra diosa que desconozco, en cuyo caso me disculpo.

Algo confundida sobre qué «diosas» hablaba la mujer, y aún más sobre quién era la tal Ligeia de la que hablaba, decidió contestar con lo que conocía.

—Gracias, fue un don, y me temo que no soy ninguna diosa.

—Entonces fuiste bendecida por los dioses. —La mujer hizo una pausa. Parecía que le costaba hablar—. ¿Cómo te llamas?

—Aurora. ¿Usted?

—Zécat. —Permanecieron en silencio más tiempo. Aurora sin más qué decir, y su interlocutora, parecía estar intentando encontrar la fuerza para volver a hablar—. ¿Por qué estás aquí?

—Intenté robar algo para volver a casa —respondió desganada, y la ironía de la situación la hizo querer arrancarse los cabellos.

—Vaya. —Se mantuvo en silencio, de nuevo—. Podría decir que... —Pequeña pausa— somos parecidas.

La guerrera durmiente: la maldición © [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora