XII

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LA joven princesa Kiti Scherbátskaia tenía dieciocho años, y aquel invierno hacía por primera vez su presentación en el mundo aristocrático; pero ya tenía más partido que sus dos hermanas mayores, más del que su madre hubiera esperado. Sin hablar de toda la juventud dorada de Moscú, más o menos enamorada de Kiti, se habían presentado ya dos pretendientes muy notables: Lievin y, después de su marcha, el conde Vronski.

Las frecuentes visitas de Lievin y su evidente amor a Kiti habían sido tema de las primeras conversaciones serias entre el príncipe y la princesa sobre el porvenir de su hija menor, conversaciones que degeneraron a menudo en debates muy vivos. El príncipe optaba por Lievin, diciendo que no deseaba mejor partido para Kiti; pero la princesa, con esa habilidad peculiar de las mujeres para cambiar el giro de la conversación, contestaba que Kiti era muy joven, que no manifestaba mucha inclinación por Lievin y que este no parecía abrigar intenciones formales... Sin embargo, no era este el fondo de su pensamiento; lo que no decía era que esperaba un partido más brillante, que Lievin no le era simpático, ni lo comprendía tampoco; por eso se alegró mucho cuando se enteró de que se había marchado inopinadamente.

—Ya ves que yo tenía razón —dijo con aire triunfante a su esposo.

Mayor fue su satisfacción cuando Vronski ingresó en las filas de los pretendientes, pues con esto se acrecentó su esperanza de casar a Kiti no solamente bien, sino con un hombre de brillante posición.

Para la princesa no había comparación posible entre los dos pretendientes: lo que le disgustaba de Lievin era su manera brusca y extravagante de juzgar las cosas, su rudeza en sociedad, que atribuía a orgullo, y su género de vida salvaje en el campo, donde solo se ocupaba de sus trabajadores y de las bestias. Y les desagradaba sobre todo que Lievin, enamorado de Kiti, hubiera frecuentado la casa durante seis semanas con el aire de un hombre que, vacilando y observando, se preguntase si, al declararse, no dispensaría demasiado honor a la familia. ¿Cómo no comprendía que es un deber explicar sus intenciones cuando se visita con asiduidad a una familia que tiene una hija casadera?

«Es una fortuna —pensaba la princesa— que tenga tan poco atractivo y que Kiti no se haya enamorado de él.»

Vronski, por el contrario, llenaba todos sus deseos: era rico, inteligente y de noble alcurnia; tenía una brillante carrera y además se distinguía por su físico. ¿Qué más se podía ambicionar? Hacía la corte a Kiti, bailaba con ella y se había hecho presentar a los padres. ¿Cómo dudar de sus intenciones? Y, sin embargo, la pobre madre pasaba el invierno muy inquieta.

Cuando la princesa se casó, hacía unos treinta años, se había arreglado su matrimonio por mediación de una tía. El novio, de quién se sabía todo ya algún tiempo antes, fue a verla y a dejarse ver; la entrevista resultó favorable; y la tía, encargada del asunto, había dado cuenta al uno y a la otra de la impresión producida; después se hizo a los padres la demanda oficial en el día indicado, y una vez admitida, todo ocurrió sencilla y naturalmente. La princesa recordaba esto; pero cuando se trataba de casar a sus hijas, aprendió por experiencia hasta qué punto esta cuestión, tan sencilla al parecer, era en realidad difícil y complicada.

¡Cuántas inquietudes y preocupaciones, cuánto dinero gastado y cuántas luchas con su esposo cuando fue preciso casar a Daria y a Natalia! Ahora debía pasar por las mismas inquietudes y discusiones, más penosas aún. El anciano príncipe, como todos los padres, era comúnmente quisquilloso en todo lo referente al honor y a la pureza de sus hijas, y miraba sobre todo por Kiti, su favorita. A cada instante promovía altercados con la princesa, acusándola de comprometer a la niña. La madre, acostumbrada a esas escenas desde antes de casar a sus hijas mayores, se confesaba ahora que la susceptibilidad exagerada de su marido tenía su razón de ser. Muchas cosas habían cambiado en las costumbres de la sociedad, y los deberes de una madre iban siendo cada vez más difíciles. Muchachas de la edad de Kiti se reunían libremente, asistían a diversos cursos, eran muy desenvueltas en sus costumbres con los hombres, se paseaban solas en coche, muchas de ellas no hacían ya reverencia a los mayores, y lo más grave de todo era que cada cual se creía íntimamente convencida de que la elección de esposo le correspondía a ella solo y no a los padres. «Ahora no se casa nadie como antes», pensaban y decían las jóvenes, y hasta las viejas. «¿Pues cómo se casan ahora?», preguntaba la princesa. Nadie la informaba sobre este punto. La costumbre francesa, que concede a los padres el derecho de resolver la suerte de sus hijos, no se aceptaba, y hasta se criticaba vivamente; la costumbre inglesa, que deja en completa libertad a las hijas, no se juzgaba admisible, y la costumbre rusa, que consiste en casar por mediación de un tercero se consideraba como un resto de barbarie. Pues ¿cómo arreglarse para proceder bien? Nadie sabía nada. Todos aquellos con quienes la princesa había hablado le contestaban la misma cosa: «Ya es tiempo —decían— de renunciar a esas antiguas ideas; los jóvenes son los que se casan, y no los padres; de modo que ellos son los que se han de arreglar como lo entiendan». Razonamiento muy cómodo para aquellos que no tienen hijas. La princesa comprendía que al permitir a Kiti tratar con jóvenes, se exponía al verla enamorada de alguno que no quisiera casarse o que no fuera un buen esposo; y, por más que le dijeran que en nuestro tiempo los jóvenes deben decidir su suerte ellos mismos, aquellas razones no podían convencerla, como no la hubiesen convencido si le afirmaran que un arma cargada es el mejor juguete para un niño de cinco años. He aquí por qué Kiti constituía para ella la máxima preocupación.

En aquel instante temía, sobre todo, que Vronski no se limitase solo a cortejarla; Kiti estaba enamorada, lo comprendía muy bien, y solo podía tranquilizarles al pensar que Vronski era un caballero; pero con la libertad de relaciones últimamente admitida en sociedad, era fácil trastornar la cabeza a una chica, sin que esta especie de delito inspirase el menor escrúpulo a un hombre de mundo. La semana anterior Kiti había referido a su madre una de sus conversaciones con Vronski durante el mazurca, y el diálogo pareció tranquilizador a la primera, aunque sin desvanecer todos sus temores. Vronski había dicho a Kiti que su hermano y él estaban tan acostumbrados a someterse en todo a su madre, que no hacían nunca nada importante sin consultar con ella. «En este momento —había añadido— espero la llegada de mi madre como una gran felicidad.»

Kiti repitió estas palabras sin darles importancia, pero la madre las tomó en un sentido conforme a sus deseos. Sabía que se esperaba a la anciana condesa, y que esta quedaría satisfecha de la elección de su hijo; pero entonces, ¿por qué el joven parecía temer ofenderla declarándose antes de su llegada? A pesar de estas contradicciones, la princesa interpretó favorablemente la actitud del pretendiente.

Por mucho que sintiese el infortunio de su hija mayor, Dolli, que pensaba en separarse de su esposo, la absorbían completamente sus preocupaciones respecto al porvenir de Kiti. La llegada de Lievin aumentó su inquietud, pues temió que su hija, por un exceso de delicadeza, rehusase la petición de Vronski en recuerdo del cariño que un momento profesó a Lievin. A su modo de ver, aquel regreso lo embrollaría todo, retardando un desenlace tan deseado.

—¿Ha llegado hace mucho tiempo? —preguntó a su hija al entrar.

—Hoy mismo, mamá.

—Solo quiero advertirte una cosa —comenzó a decir la princesa.

Por su expresión de gravedad, Kiti adivinó de qué se trataba.

—Mamá —interrumpió ruborizándose vivamente—, te ruego que no digas nada; ya sé lo que piensas.

Participaba de las ideas de su madre; pero los motivos que determinaban el deseo de esta la ofendían.

—Quiero decir solamente que habiendo dado esperanzas a uno...

—Querida mamá, por Dios, no me digas nada, porque temo hablar.

—No diré nada —contestó la madre, viendo lágrimas en los ojos de su hija—; pero solo una palabra: tú me has prometido no tener secretos para mí.

—Jamás —exclamó Kiti, mirando a su madre de frente y ruborizándose—; nada tengo que decir ahora ni podría aunque quisiera; yo no soy...

«No, con esos ojos no puede mentir», pensó la madre, sonriendo al observar la emoción de Kiti, y pensando cuán enorme e importante le tenía que parecer a la niña lo que pasaba en su corazón.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora