XII

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TERMINADA la operación de cargar, el joven campesino, llamado Iván, saltó a tierra, empuñó la brida del caballo y se puso en marcha con las demás carretas en dirección al pueblo, mientras que la mujer iba a reunirse con otras trabajadoras. Aquellas mujeres, con sus zagalejos de brillantes colores y sus rastrillos al hombro, alegres y animadas, comenzaron a cantar, y una de ellas entonó con voz robusta una estrofa, la cual repitieron a coro voces frescas y argentinas.

Lievin veía acercarse a las mujeres como una nube que pronto lo arrollaría todo. Al ritmo de aquella canción salvaje, con su acompañamiento de silbidos y agudos gritos, los campos parecían animarse. Semejante alegría hizo experimentar a Lievin un sentimiento de envidia; hubiera querido participar de ella, mas él no sabía hacer tales manifestaciones, y, por tanto, debía limitarse a mirar y escuchar.

Cuando aquella multitud hubo pasado, reflexionó sobre su aislamiento y su pereza física, pensando en la especie de hostilidad que existía entre él y aquel mundo de campesinos.

Aquellos mismos hombres con quienes había disputado, infiriéndoles una injuria si su intención no fue engañarle, lo saludaban ahora alegremente al paso, sin rencor y sin remordimiento, porque el trabajo había borrado todo mal recuerdo. Dios, que daba aquel día, comunicaba a todos la fuerza necesaria para salir de él, y nadie pensaba en preguntarse por qué trabajaba y para quién sería el beneficio. Lievin, bajo la impresión que le había causado la vista de Iván y su mujer, experimentaba más que nunca el deseo de cambiar su existencia, ociosa, artificial y egoísta, por la de aquellos campesinos, que le parecía tan seductora y pura.

Solo y sentado en su gavilla, mientras que los habitantes de las inmediaciones entraban en sus casas y los que venían de lejos se instalaban en la pradera, Lievin miraba y escuchaba sin ser visto, y pasó casi sin dormir aquella breve noche de estío.

Durante la cena, los aldeanos hablaron y rieron largo rato, entonando alegres canciones; pero un poco antes de la aurora se produjo un profundo silencio, solo se oía el canto incesante de las ranas en los pantanos y el rumor de los caballos que pastaban en la pradera. Entonces Lievin volvió en sí, se levantó y echó de ver, mirando a las estrellas, que la noche había pasado.

«¿Y qué haré yo? —se dijo, procurando dar forma a los pensamientos que le preocuparon durante la noche—. ¿Cómo realizaré mi proyecto?»

Por lo pronto, sería necesario renunciar a su vida pasada, a su inútil cultura intelectual, cosa fácil y que no le costaría mucho. Pero esto le hacía reflexionar sobre su futura existencia, sencilla y pura, la cual le devolvería la calma y tranquilidad del espíritu, que no conocía ya. Sin embargo, ¿cómo efectuar la transición de su vida actual a la otra? Sobre este punto nada le pareció claro; debería casarse con una campesina, imponerse un trabajo, abandonar Pokróvskoie, comprar un terreno, hacerse individuo de una comunidad... ¿Cómo realizar todo esto? Lievin no lo veía con claridad.

«A decir verdad —pensó—, mis ideas no son claras, porque no he dormido en toda la noche; pero una cosa me parece positiva y es que estas pocas horas han decidido mi suerte. Mis sueños de otro tiempo no son más que una locura; lo que yo quiero es más sencillo y mejor.»

«¡Qué hermoso es —se dijo después, admirando las ligeras nubes sonrosadas que se deslizaban por el cielo, semejantes al fondo nacarado de una concha—, qué hermoso es cuanto veo en esta magnífica noche! ¿Cómo ha tenido tiempo de formarse esa concha? ¡Hace un momento observé el cielo y solo vi fajas blancas! Así se han transformado, sin que yo lo notase, mis ideas sobre la vida.»

Lievin salió de la pradera para dirigirse hacia el pueblo; comenzaba a soplar un aire fresco, y todo adquiría, en aquel instante que precede a la aurora, un tinte gris melancólico como para revelar mejor el triunfo del día sobre las tinieblas.

Konstantín andaba deprisa para entrar en calor, cuando de repente divisó en el camino, a unos cuarenta pasos de distancia, un coche tirado por cuatro caballos; la carretera era mala, y para no rozarse con las ortigas, los cuadrúpedos se oprimían contra la lanza pero el postillón los dirigía tan bien que las ruedas pasaban solo por el suelo llano de camino.

Lievin contempló distraídamente aquel coche sin pensar en lo que podía contener.

Una anciana dormitaba en el fondo, mientras que junto a la portezuela una joven jugaba con la cinta de su gorro de viaje; su rostro, de expresión tranquila y pensadora, parecía revelar un espíritu superior; en aquel instante contemplaba las claridades del alba, y ya iba a desaparecer la visión, cuando dos ojos brillantes fijaron en él una mirada. Ella lo reconoció, y la alegría de la sorpresa iluminó su rostro.

Lievin no se podía engañar, aquellos ojos eran únicos en el mundo y solo un ser humano personificaba para él la luz de la vida y su propia razón de ser. Era ella, Kiti. Konstantín comprendió que se dirigía desde la estación de ferrocarril a Iergushovo; y todas sus resoluciones, adoptadas durante una noche de insomnio, se desvanecieron al punto; la idea de casarse con una campesina le infundió horror. Allí, en aquel coche que se alejaba, estaba la contestación al enigma de la existencia que lo atormentaba tan penosamente. El rumor de las ruedas dejó de oírse, apenas se percibía el sonido de las campanillas y Lievin reconoció por los ladridos de los perros que el coche cruzaba el pueblo. De aquella visión no quedaba para él más que los campos solitarios, la aldea lejana, él, solitario y ajeno a todo, él mismo, que andaba solo por un ancho camino abandonado.

Lievin miró al cielo, esperando hallar esas tintas nacaradas que antes viera y que le habían parecido personificar el movimiento de sus ideas y de sus impresiones durante la noche; pero nada recordaba ya los tintes de la concha. Allá arriba, en alturas inconmensurables, se había efectuado la misteriosa transición que sustituyó al nácar una vasta alfombra de pequeñas nubes blanquecinas, el cielo comenzaba a clarear y matizarse de un hermoso azul, y contestaba con igual dulzura y menos misterio a su mirada interrogadora...

«No —pensó—, por hermosa que sea esa vida sencilla y laboriosa, no me es posible adoptarla. A "ella" es a quien amo.»

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora