XVII

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LA sociedad que se reunía en casa de la princesa Tverskaia, que había invitado a Anna a un partido de críquet, se componía de dos damas y de sus adoradores, siendo aquellas las personalidades más notables de una especie de club al que se daba el nombre de Las siete maravillas del mundo, por imitación de alguna otra imitación. Las dos damas pertenecían a la más alta sociedad, pero a un centro hostil al que Anna frecuentaba. El anciano Striómov, uno de los personajes más influyentes de San Petersburgo, admirador de Liza Merkálova, era enemigo declarado de Alexiéi Alexándrovich, y por eso Anna había rehusado la primera invitación de Betsi. Pero después había resuelto ir a su casa con la esperanza de encontrar a Vronski.

Fue la primera en llegar a casa de la princesa.

En el mismo momento el criado de Vronski, muy semejante a un gentilhombre de cámara, con sus patillas rizadas, se detuvo a la puerta para dejarla pasar, descubriéndose al saludarla.

Anna recordó que Vronski le había dicho que no iría, y supuso que habría enviado una esquela por medio de su ayuda de cámara para excusarse.

Tuvo la idea de preguntar a este dónde estaba su amo, y volver para escribir a Vronski rogándole que viniese o iría a buscarlo; pero la campana había anunciado ya su visita, y el lacayo esperaba cerca de la puerta para que entrase en la habitación contigua.

—La princesa está en el jardín, y ahora le pasan recado —dijo otro lacayo.

Sin haber visto a Vronski y sin serle posible resolver nada, le era preciso quedarse con sus preocupaciones en aquel centro extraño, de un carácter tan diferente al suyo; pero sabía que llevaba un traje que le sentaba bien, le era familiar la atmósfera de ociosidad en que se hallaba y, por último, no estando sola, no debía pensar en resolver cosa alguna.

Anna respiró más libremente.

Al ver a Betsi que le salía al encuentro con un traje blanco de exquisita elegancia, sonrió como siempre. La princesa iba acompañada de Tushkiévich y de una parienta de provincia, que con alegría de la familia iba a pasar el verano en casa de la célebre princesa.

Anna tenía, sin duda, una expresión extraña, pues Betsi se lo adivinó al punto.

—He dormido mal —contestó Anna, mirando a hurtadillas al lacayo, que, a su entender, llevaba el billete de Vronski.

—Cómo me alegro de que haya usted venido —dijo Betsi—, pues precisamente quería tomar una taza de té antes que ellos llegasen. Y usted —añadió, volviéndose hacia Tushkiévich—, mejor será que vaya con Masha para ver si está preparado el terreno del criquet. Ya tendremos tiempo de hablar un poco y tomar el té —dijo a Anna con una sonrisa, ofreciéndole la mano.

—Con tanto más gusto cuanto que no puedo permanecer aquí mucho tiempo, porque he de ir a casa de la anciana Wrede, a quien prometí una visita hace un siglo.

La mentira era contraria al carácter de Anna, pero se acostumbró a ella con facilidad y casi con agrado.

¿Por qué decía una cosa en que ni siquiera pensaba cinco minutos antes? Era porque, sin explicárselo, quería dejarse abierta una salida, a fin de ir a buscar a Vronski en el caso de que no viniese; el resultado demostró que de todas las astucias de que podía valerse, aquella era la mejor.

—¡Oh!, no la dejaré a usted marchar —dijo Betsi, mirando fijamente a su amiga—; y si no fuera porque la amo tanto, hasta me ofendería; se diría que teme que yo la comprometa... Que sirvan el té en el salón pequeño —añadió, dirigiéndose al lacayo, y tomando el billete que este presentaba—. Alexiéi nos deja hoy en blanco —dijo en francés, con el tono más sencillo y natural, como si no hubiera podido figurarse que Anna sintiese por Vronski más interés que el de jugar un rato al criquet—. Dice que no puede venir.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora