EL día de las carreras de Krásnoie-Seló, Vronski se presentó antes que de costumbre para comer un bistec en la sala común de los oficiales; no le era necesario disminuir su alimento, pues no pesaba más de lo que debía, pero no quería engordar, y se abstenía de tomar azúcar y manjares harinosos. Se sentó ante una mesa, se desabotonó la levita, dejando ver su chaleco blanco, y abriendo una novela francesa, pareció absorberse en su lectura; mas no tomaba esta actitud sino para eludir las conversaciones de los que entraban y salían: su pensamiento estaba en otra parte.
Pensaba en la cita que le había dado Anna para después de las carreras; hacía ya tres días que no la había visto y se preguntaba si podría cumplir su promesa, pues su esposo acababa de volver de un viaje al extranjero. ¿Cómo asegurarse de ello? En la quinta de Betsi, su prima, era donde se habían visto por última vez, y como visitaba lo menos posible a los Karenin vacilaba en ir a verlos.
«Diré simplemente —pensó— que Betsi me ha encargado preguntar si van a las carreras... Sí, iré.» Y al reflexionar sobre el placer que le causaría aquella entrevista, su semblante expresó el más vivo gozo.
—Envía recado a mi casa —dijo al camarero que le servía— para que enganchen el coche.
Y acercó la bandeja de plata en que le presentaban el bistec.
En la sala de billar se oía ruido de bolas, y las voces de personas que hablaban y reían; en la puerta aparecieron dos oficiales: uno de ellos muy joven, de facciones delicadas, y el otro grueso y ya entrado en años con los ojos húmedos.
Vronski los miró y siguió comiendo y leyendo a la vez, con aire descontento, como si no los hubiera visto.
—Tomas fuerzas, ¿eh? —preguntó el oficial grueso, sentándose junto al conde.
—Ya lo ves —contestó Vronski, limpiándose la boca y frunciendo el ceño, siempre sin mirar a su interlocutor.
—¿Y no temes engordar? —continuó el oficial grueso, ofreciendo una silla al más joven.
—¿Qué dices? —preguntó Vronski, dejando ver sus dientes al hacer una mueca que expresaba su aversión.
—Que si no temes engordar.
—¡Mozo, tráeme jerez! —gritó el joven, sin contestar al oficial. Y colocó su libro al otro lado del plato para seguir leyendo.
El oficial cogió la lista de los vinos y se la presentó a su compañero.
—Mira, tú, ¿qué podemos beber?
—Vino del Rhin, si te parece —contestó el interpelado, procurando coger su imperceptible bigote y dirigiendo una tímida mirada a Vronski.
Al ver que este no se movía, se levantó y dijo:
—Vamos a la sala de billar.
El oficial grueso se levantó también y ambos se dirigieron hacia la puerta.
En el mismo instante entró un capitán de caballería muy buen mozo, llamado Yashvin; saludó con cierto desdén a los dos oficiales y se acercó a Vronski.
—¡Ah!, al fin te encuentro —exclamó, poniendo su ancha mano sobre el hombro del conde.
Vronski volvió la cabeza con ademán de enojo, pero, la expresión de su semblante cambió al punto y fijó en el recién llegado una mirada cariñosa.
—Has hecho bien, Alexiéi —dijo el capitán con voz sonora—. Come ahora y bebe un poco.
—No tengo ganas.
—Esos son los inseparables —dijo el capitán, mirando con aire burlón a los dos oficiales que se alejaban y se sentó junto a Vronski.
—¿Por qué no fuiste anoche al teatro? —preguntó—. La Numerova estuvo muy bien. ¿No la has visto?
—Me retardé en casa de los Tverskói.
—¡Ah!
Yashvin era, en el regimiento, el mejor amigo de Vronski. Aunque jugador y libertino, no se podía decir que fuese un hombre sin principios, pero estos eran marcadamente inmorales. Vronski admiraba su fuerza física excepcional, que le permitía beber sin embriagarse en absoluto; en caso de necesidad, podía prescindir del sueño, y distinguirse sobre todo por su vigor moral, que le hacía temible hasta para sus jefes, de los cuales sabía hacerse respetar lo mismo que de sus compañeros. En el club inglés tenía fama de ser uno de los primeros jugadores, porque sin dejar de beber arriesgaba sumas de consideración con una calma y presencia de ánimo imperturbables.
Si Vronski dispensaba al capitán su amistad y cierta consideración, era porque sabía que este no le apreciaba a causa de su fortuna y de su posición social, sino por su propia persona, y he aquí por qué Yashvin era el único hombre a quien Vronski habría hablado de su amor, persuadido de que, a pesar de su afectado desdén a toda especie de sentimientos, solo él podía comprender su pasión en cuanto tenía de formal y absorbente. Lo juzgaba incapaz también de descender a las habladurías y a la maledicencia, y, por lo mismo, la presencia del capitán le era siempre agradable. Yashvin comprendía que aquel amor no era para Vronski una diversión y un pasatiempo, sino algo serio y profundo.
—¡Ah, sí! —exclamó Yashvin al oír el nombre de Tverskói; y miró al conde mordiéndose el bigote.
—¿Y qué has hecho tú? —preguntó Vronski—. ¿Has ganado!
—Ocho mil rublos, de los cuales creo que no cobraré tres mil.
—Entonces puedo hacerte perder en las carreras —dijo Vronski sonriendo, puesto que Yashvin cruzaba una suma considerable en su favor.
—No entiendo de perder; solo Majotin es temible.
Y la conversación versó sobre las carreras, único asunto interesante en aquel momento.
—Vamos, ya he concluido —dijo Vronski, levantándose, mientras que Yashvin estiraba sus largas piernas.
—No puedo comer tan pronto —dijo—; voy a beber alguna cosa y te seguiré. ¡Muchacho! —gritó con su voz tonante, tan notada en el regimiento—. Tráeme vino pronto. No —añadió—; es inútil. Si vuelves a tu casa, Alexiéi, te acompañaré.
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Ana Karenina (Vol. 1)
Ficción históricaAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...