DOLLI no ignoraba que aquel día se celebraba la consulta para Kiti, y aunque apenas se hallaba restablecida de su parto (había dado a luz una niña a fines del invierno) y tenía un niño enfermo, resolvió ir a ver a su hermana.
—¿Qué tal? —preguntó, entrando sin quitarse el sombrero—. Os veo alegres, y supongo que todo va bien.
Se trató de repetir a Dolli lo que el médico había dicho; pero aunque hubiese hablado mucho con frases muy escogidas, nadie pudo recordar la más pequeña parte de su discurso; el punto esencial era la resolución de emprender un viaje.
Dolli suspiró involuntariamente, porque iba a perder a su mejor amiga. Sus relaciones con su esposo le parecían cada vez más humillantes; la reconciliación facilitada por Anna no había sido duradera, y la tranquilidad de la familia chocaba contra los mismos escollos. Stepán Arkádich permanecía muy poco tiempo en su casa y dejaba escasa cantidad de dinero. Las sospechas sobre su infidelidad atormentaban siempre a Dolli; pero recordando con horror los padecimientos causados por los celos, y conviniéndole ante todo no interrumpir la vida de familia, prefería dejarse engañar, si bien despreciaba no solo a su esposo, sino también a sí misma por aquella debilidad. Por otra parte, los cuidados de una numerosa familia le imponían una carga muy pesada. Unas veces tenía dificultades con la alimentación del niño de pecho, otras se despedía la niñera, otras, como entonces, caía enfermo alguno de los niños.
—¿Cómo van los niños? —preguntó la princesa.
—¡Ah!, mamá; tenemos muchas miserias. Lilí está en cama, y temo que se declare la escarlatina. He salido hoy para saber dónde estaba usted, porque temo que no me sea posible visitarla en algún tiempo.
En aquel instante entró el príncipe, recibió un beso de Dolli y, después de hablar un poco con ella, dijo a su esposa:
—¿Qué se ha resuelto? ¿Os marcháis? En tal caso, ¿qué debo hacer yo?
—Creo, Alexandr, que lo mejor que puedes hacer es quedarte.
—Como queráis.
—¿Y por qué no ha de venir papá con nosotras? —preguntó Kiti—. Él estaría más alegre, y nosotras también.
El anciano príncipe hizo una caricia a Kiti, quien, levantando la cabeza, sonrió con esfuerzo al mirarlo. Le parecía siempre que solo su padre la comprendía, aunque no dijese gran cosa. Era la más joven de todas y, por consiguiente, la favorita del príncipe, lo cual bastaba para que este viera más claro en lo que a Kiti se refería o por lo menos así lo creía esta. Cuando su mirada se encontró con los ojos azules y bondadosos de su padre, que la observaba atentamente, se le figuró que leía en su alma; se ruborizó y se inclinó para recibir un beso. El príncipe se limitó a acariciarle los cabellos y le dijo:
—¿Y para qué queréis esos moños postizos? En lugar de acariciar a la propia hija, uno acaricia el pelo de mujeres muertas. Y bien, Dóliñka —se dirigió a su hija mayor—, ¿qué hace tu «mitad»?
—Nada de particular —contestó Dolli, comprendiendo que se trataba de su esposo—. Siempre ocupado y apenas lo veo —añadió con sonrisa irónica.
—¿No ha ido aún a vender la madera al campo?
—No; pero esa es su intención.
—Entonces —dijo el príncipe—, será preciso darle ejemplo. Y tú, Kiti —añadió—, voy a decirte lo que es preciso hacer. Convendría que todas las mañanas a primera hora hagas lo posible por estar contenta y te decidas a emprender de nuevo tus paseos matutinos con papá. ¿Qué te parece, eh?
Al oír estas palabras tan sencillas, Kiti se turbó, como un delincuente cogido in fraganti, pensando para sí: «Lo sabe todo, sí, todo lo comprende; esas palabras significan que, cualquiera que sea mi humillación, debo sobreponerme a ella». Sin tener fuerza para contestar, comenzó a llorar y salió de la habitación.
—¡Vamos, ya has hecho una de las tuyas! —exclamó la princesa, encolerizándose contra su esposo—. Siempre tienes...
Y comenzó a recriminar a su marido con la mayor acritud. El príncipe escuchó al principio tranquilamente la reprimenda, y después se nubló su rostro.
—La pobrecita da lástima —decía la princesa—; tú no comprendes que la menor alusión a la causa de sus padecimientos basta para entristecerla. ¡Ah, qué fácil es engañarse cuando se juzga al mundo!
Por su acento y expresión, Dolli y el príncipe comprendieron que se refería a Vronski.
—No comprendo —añadió— que no haya leyes para castigar un proceder tan vil y poco noble.
El príncipe se levantó con expresión sombría y se dirigió a la puerta como para salir, pero se detuvo en el umbral y replicó:
—Leyes hay, amiguita mía, y puesto que me haces hablar, te diré que la verdadera culpable de esto eres tú, y solo tú. Hay leyes contra esos galanteadores, y las habrá siempre; y aunque soy viejo, habría podido castigar a ese si no hubieras sido la primera en atraerlo a casa. ¡Ahora cura a la niña, enseñándola a todos tus charlatanes!
El príncipe hubiera dicho mucho más si la princesa no se hubiera callado, como lo hacía siempre en las cuestiones graves.
—¡Alexandr, Alexandr! —murmuró, acercándose a su marido con lágrimas en los ojos.
El príncipe se calló al verla llorar, y le dijo después:
—Sí, sí, ya sé que también te entristece esto; pero basta ya, no llores; Dios es misericordioso.
Y sintiendo en su mano el beso de la princesa, húmedo de lágrimas, salió de la habitación.
Dolli, guiada por su instinto maternal, quiso seguir a Kiti a su habitación, comprendiendo que necesitaría algún auxilio de mujer. Dolli se quitó el sombrero y se remangó moralmente, dispuesta a actuar. Mientras la princesa atacaba a su esposo, Dolli procuró contener a aquella, en la medida en que el respeto filial se lo permitía. Cuando el príncipe estalló, Dolli permaneció callada. Sentía vergüenza por su madre y ternura por su padre, por la bondad de este. Pero en cuanto el príncipe salió, se preparó a hacer lo más importante: tranquilizar a Kiti.
—Siempre he querido manifestar a usted —dijo a la princesa—, aunque tal vez lo sepa ya, que Lievin tenía intención de pedir la mano de Kiti la última vez que vino aquí. Así se lo dijo a Stepán...
—Bien, pero no comprendo...
—Tal vez Kiti rehusara. ¿Se lo ha dicho a usted?
—No me ha hablado de esto; es demasiado orgullosa, pero yo sé que todo viene...
—Sin embargo, advierta usted que, en el caso de haber dado una negativa a Lievin, yo sé que no lo hubiera hecho a no ser por el otro, que tan indignamente la engañó.
La princesa se reconocía culpable ante su hija y esto la irritó.
—No comprendo nada —dijo—; cada cual quiere obrar a su antojo; no se dice nada a la madre, y luego...
—Mamá, voy a verla.
—Puedes ir —contestó la madre—; no me opongo a ello.
ESTÁS LEYENDO
Ana Karenina (Vol. 1)
Ficção HistóricaAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...