VII

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MIENTRAS que Stepán Arkádich iba a San Petersburgo a cumplir con ese deber natural en los funcionarios públicos, deber que nunca discuten por incomprensible que parezca a los otros, y que consiste en «presentarse al ministro»; y mientras se disponía al mismo tiempo, provisto de la cantidad necesaria, a pasar agradablemente algunos días en las carreras y otras partes, Dolli marchaba al campo, con el fin de reducir los gastos, a su propiedad de Iergushovo, perteneciente a su dote, y cuyo bosque había sido vendido la primavera anterior; se hallaba a cincuenta verstas del Pokróvskoie de Lievin.

La antigua mansión señorial de Iergushovo había desaparecido hacía largo tiempo, pues el príncipe se contentó con ensanchar una de las alas para formar una habitación conveniente.

Cuando Dolli era niña, veinte años antes, dicha parte del edificio tenía bastante capacidad, y no dejaba de ser cómoda; pero ya estaba ruinosa. Cuando Stepán Arkádich fue al campo para vender la madera, su esposa le rogó que viese la casa para arreglarla un poco, a fin de que se pudiese vivir en ella; y Stepán Arkádich, deseoso, como todo marido culpable, de proporcionar a su mujer una vida material tan cómoda como fuese posible, mandó vestir los muebles de cretona y dispuso que pusieran cortinas; también se limpió el jardín, se plantaron flores y se construyó un puentecillo por la parte del estanque; pero, en cambio, se descuidaron muchos detalles esenciales, como lo reconoció con dolor Daria Alexándovna. Stepán Arkádich olvidaba siempre que era padre de familia, y sus inclinaciones eran las de un soltero. De regreso a Moscú, anunció con orgullo a su mujer que la casa quedaba perfectamente arreglada, y le aconsejó que se trasladase a ella, esto convenía a Oblonski por varios conceptos: los niños se divertirían en el campo, los gastos disminuirían y, por último, él quedaría del todo libre. Dolli, por su parte, pensaba que era necesario que los niños respirasen aires más puros después de sufrir la escarlatina; y, además, dejaba en la ciudad, entre otros enojos, las cuentas pendientes de los abastecedores, que la molestaban de continuo. Por último, pensaba atraer a su casa a Kiti, a la cual habían recomendado baños fríos, y que debía volver a Rusia a mediados de verano. Kiti le escribió diciendo que nada le agradaría tanto como terminar la temporada en Iergushovo, aquel lugar tan lleno de recuerdos de la infancia para las dos.

El campo, visto por Dolli a través de sus impresiones de la juventud, le parecía desde luego un refugio contra todos los enojos de la ciudad; y aunque no hubiese elegancia, por lo menos esperaba encontrar comodidad y economía; pero cuando estuvo en Iergushovo pudo reconocer que se había forjado ilusiones.

Al día siguiente de su llegada llovió a torrentes, y el agua, filtrándose por el tejado, cayó en el pasillo y en la habitación de los niños; no se pudo encontrar una cocinera; de las nueve vacas que se hallaban en el establo, unas estaban preñadas y las otras eran demasiado jóvenes, de modo que no se podía obtener leche ni manteca; faltaban también gallinas y huevos, y no se encontraba ninguna mujer para limpiar los suelos. Como uno de los caballos era muy indómito, hasta el punto de no dejarse enganchar, se hubieron de suprimir los paseos en coche; en cuanto a los baños, no se podía pensar en ellos, pues los animales habían socavado las orillas del río, que estaban además, descubiertas, y hasta los paseos a pie eran peligrosos, atendido que por las cercas poco seguras del jardín se escapaba a cada momento el ganado, y había un toro temible al que se acusaba de varias fechorías. En la casa no se encontró un solo armario útil para las ropas, pues los pocos que había no se podían cerrar; en la cocina faltaban las ollas, en el lavadero, la caldera; y ni siquiera se encontró una tabla de planchar para alisar la ropa.

He aquí cómo Dolli, en vez de hallar el descanso que esperaba, se entregó a la desesperación, sin que le fuera posible contener sus lágrimas en aquel apuro. El intendente, un antiguo funcionario que le resultó agradable a Stepán Arkádich, y a quien este confió su nuevo cargo, no hizo aprecio de las quejas de Dolli, y se contentaba con responder:

—¡Es imposible obtener nada, porque esa gente es muy mala!

La posición hubiera sido intolerable si en casa de los Oblonski, como en las más de las familias, no hubiese habido una persona útil y de buena voluntad, a pesar de sus modestas atribuciones, como Matriona Filimónovna, que siempre solícita, calmaba a su señora, asegurándole que todo se arreglaría. Apenas llegada a la localidad, Matriona trabó conocimiento con la mujer del intendente, y desde los primeros días fue a tomar el té con ella y su esposo; allí se comenzó a discutir sobre los asuntos de la casa; se organizó un círculo con el alcalde y un tenedor de libros, y poco a poco se allanaron las dificultades de la vida. El tejado se reparó, se halló una cocinera, se compraron gallinas, las vacas comenzaron a dar leche, se compusieron las arcas, se arreglaron los armarios, se reparó el lavadero y no faltaron las planchas necesarias.

Hasta se halló medio de construir con tablas una barraca en la orilla del río, y Lilí pudo comenzar a bañarse; de modo que, al fin, la esperanza de vivir cómodamente, ya que no tranquila, llegó a ser una realidad para Dolli. Un periodo de calma con sus seis hijos era para la pobre mujer cosa rara; las inquietudes y los enojos la asediaban de continuo; pero tal vez a esto mismo debía que no se apoderasen de su ánimo las más negras ideas a causa de aquel esposo que no la amaba ya.

Por otra parte, si los niños la preocupaban por su salud o sus defectos, la distraían en cambio con sus alegrías. La soledad del campo contribuyó a que estas fueran más frecuentes, y aunque Dolli se acusara a menudo de parcialidad maternal, no podía menos de admirar la pequeña familia agrupada a su alrededor, diciéndose que era raro encontrar seis niños tan hermosos, cada cual por su estilo.

En tales momentos se juzgaba feliz y estaba orgullosa.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora