IX

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ANNA entró, jugando con las borlas de su abrigo y con la cabeza baja; su rostro estaba radiante, pero no de alegría; era más bien el fulgor terrible de un incendio en una noche oscura. Al ver a su esposo, levantó la cabeza y sonrió, como si despertara de una meditación.

—¿Aún no estás en la cama? —exclamó—. ¡Qué milagro! —añadió, despojándose de su abrigo.

Y sin detenerse, pasó a su gabinete y gritó desde la puerta:

—Ya es tarde, Alexiéi.

—Anna —replicó Alexiéi Alexándrovich—, necesito hablar contigo.

—¿Conmigo? —exclamó Anna con aire de asombro, dirigiéndose a su esposo y mirándolo fijamente—. Pues bien, hablemos si es tan necesario; pero más valdría dormir.

Anna contestaba lo primero que se le ocurría, admirándose ella misma de que pudiera mentir tan fácilmente; sus palabras eran todas naturales, y se hubiera dicho que verdaderamente deseaba acostarse; pero se sentía impulsada por una fuerza invisible, y estaba dispuesta a sostener toda discusión apelando al engaño.

—Anna —dijo Karenin—, es preciso que mires un poco lo que haces.

—¿Por qué? —contestó Anna.

Y miró tan alegre y cándidamente a su esposo, que para cualquier otro que no la hubiera conocido tan bien como él, el tono de su voz habría sido del todo normal; mas para el señor Karenin, que sabía que cuando faltaba a cualquiera de sus costumbres su mujer le preguntaba al punto la causa, y que ella, por su parte, le comunicaba siempre sus alegrías y sus pesares, era muy significativo el hecho de que Anna no quisiese observar su agitación ni hablar de ella misma. El alma de su esposa, abierta para él otras veces, le parecía ahora cerrada, y hasta comprendió por el tono de su mujer que no era su ánimo disimularlo, y que en su interior pensaba: «Así ha de ser y será en adelante.» Alexiéi Alexándrovich se figuró estar en el caso de un hombre que, al volver a su casa, encuentra la puerta cerrada. «Quizá sea posible encontrar la llave», pensó Alexiéi Alexándrovich.

—Quiero prevenirte —dijo con voz tranquila— para evitar las interpretaciones que se pueden hacer en el mundo sobre tu imprudencia y tu aturdimiento: tu conversación demasiado animada con el conde Vronski —pronunció este nombre con lentitud y firmeza— en casa de la princesa esta noche ha llamado la atención de todos.

Alexiéi Alexándrovich miraba los ojos risueños e impenetrables de Anna, y le parecía reconocer con terror que sus palabras serían inútiles y ociosas.

—Siempre eres así —contestó Anna, como si no comprendiese lo que se le decía, y solo dio importancia a una parte de la frase—. Tan pronto te incomoda que me aburra como que me divierta; esta noche me he distraído. ¿Te ofende que sea así?

Alexiéi Alexándrovich se estremeció y oprimió de nuevo sus manos para hacerlas crujir.

—Te ruego —le dijo su esposa— que tengas las manos quietas, pues me molesta mucho ese ruido.

—Anna, ¿eres realmente tú la que me hablas? —repuso Alexiéi Alexándrovich, haciendo un esfuerzo para reprimir el movimiento de sus manos.

—Pero, en fin, ¿qué hay? —preguntó la joven, con un asombro sincero y casi cómico—. ¿Qué quieres de mí?

Karenin guardó silencio, pasándose la mano por la frente y los ojos; le parecía que en vez de advertir a su esposa sus errores a los ojos del mundo, se inquietaba a su pesar de lo que pasaría en la conciencia de aquella, chocando tal vez contra un obstáculo imaginario.

—He aquí lo que deseaba decirte —replicó, fría y tranquilamente—, y te ruego que me escuches hasta el fin. Ya sabes que considero la pasión de los celos como ofensiva y humillante, y que jamás me dejaré dominar por ella; pero hay ciertas barreras sociales que no se franquean impunemente. Hoy, a juzgar por la impresión que has producido, no soy yo solo quien te ha observado, sino todo el mundo, tu conducta no ha sido conveniente.

—Vamos, no entiendo una palabra —dijo Anna, encogiéndose de hombros. «Ya se ve que le es todo igual —pensó— y que solo teme las observaciones del mundo.»—. Tú estás enfermo, Alexiéi Alexándrovich —añadió, levantándose para irse. Pero su esposo la detuvo, adelantándose hasta ella.

Jamás le había visto Anna el semblante tan sombrío y desagradable, y permaneció en pie, inclinando la cabeza para retirar con mano ágil las horquillas de su cabello.

—Bien, ya escucho —dijo tranquilamente, con tono burlón—, y hasta escucharé con interés, porque quisiera comprender de qué se trata.

Se admiraba ella misma de su aplomo y naturalidad, así como de la elección de sus palabras.

—No me juzgo autorizado para penetrar en tus sentimientos, y lo creo, además, tan inútil como peligroso —comenzó a decir Alexiéi Alexándrovich—, pues al socavar a demasiada profundidad nuestras almas, nos exponemos a tocar lo que tal vez pasaría inadvertido. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero tratándose de ti, de mí y de Dios, me veo en la precisión de recordarte tus deberes. Nuestras existencias están unidas, no por los hombres, sino por Dios. Solo un crimen puede romper este lazo, y un crimen semejante lleva consigo su castigo.

—Yo no comprendo nada, sino que tengo sueño —dijo Anna, retirando de su cabello las últimas horquillas.

—Anna —repuso Alexiéi Alexándrovich con dulzura—, no hables así; tal vez me engañe, pero creo que lo que ahora te digo es en interés de ambos; soy tu esposo y te quiero.

El rostro de Anna se oscureció un momento, y en sus ojos se extinguió la expresión burlona; pero la palabra «amar» la irritó. «¿Sabe él lo que es amor? —pensó—. ¿Y le sería posible amar? Si no hubiera oído pronunciar esa palabra, seguramente no la conocería.»

—Alexiéi —replicó—, repito que no te comprendo; explícate, y dime qué ves...

—Permíteme concluir. Yo te amo, pero no se trata de mí; los principales interesados son tu hijo y tú misma. Es muy posible que mis palabras, te lo repito, te parezcan inútiles e inoportunas, y tal vez sean resultado de un error por mi parte, en cuyo caso te ruego que me dispenses; pero si comprendes tú misma que mis palabras tienen algún fundamento, te suplico que reflexiones, y si el corazón te lo dicta así, que me hables con toda franqueza.

Alexiéi Alexándrovich, sin echarlo de ver, decía una cosa muy diferente de lo que tenía imaginado.

—Nada tengo que decirte —replicó Anna vivamente, disimulando a duras penas una sonrisa—; y creo que ya es hora de acostarse. Alexiéi Alexándrovich suspiró y, sin añadir palabra, se dirigió hacia la alcoba.

Cuando Anna entró, su esposo estaba acostado ya; tenía los labios oprimidos y el aspecto severo, y no miró una sola vez a su mujer; esta última esperaba que le hablaría, temiéndolo y deseándolo a un tiempo; pero guardó silencio.

Dejó transcurrir un largo rato sin moverse, y acabó por olvidar al hombre que tenía a su lado; pensaba en otro, cuya imagen llenaba su corazón de culpable alegría. De repente oyó un ronquido regular, el cual despertó sin duda al mismo Alexiéi Alexándrovich, pues cesó al punto; pero poco después continuó de nuevo.

«Ya es tarde, ya es tarde», pensó Anna sonriendo. Y permaneció largo tiempo inmóvil, sin cerrar los ojos, y figurándose que los veía brillar en la oscuridad.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora