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PESTSOV, a quien agradaba discutir sobre cualquier punto a fondo, no había quedado satisfecho de la interrupción de Koznyshov, pareciéndole que no se le dejó explicar suficientemente su pensamiento.

—Al hablar de la densidad de la población —dijo— no entendía yo sentarla como principio de una asimilación, y sí solo como un medio.

—Me parece —contestó Karenin, a quien se dirigían estas palabras— que viene a ser lo mismo. En mi concepto, un pueblo no puede tener influencia sobre otro sino a condición de serle superior por estar más civilizado...

—He ahí precisamente la cuestión —interrumpió Pestsov, con un ardimiento tan singular que parecía poner toda su alma en defender sus opiniones—. ¿Cómo se debe entender esa civilización superior? Entre las diversas naciones de Europa, ¿cuál es la que aventaja a las otras? ¿Es el francés, el inglés o el alemán el que influirá en sus vecinos? Hemos visto afrancesar a las provincias alemanas del Rin. ¿Será esta una prueba de inferioridad por parte de los alemanes? No, aquí hay otra ley.

—Creo que la balanza se inclinará siempre hacia la verdadera educación —dijo Karenin, levantando ligeramente las cejas.

—Pero ¿cuáles son los indicios de esa verdadera educación?

—Creo que todo el mundo los conoce.

—¿Los reconocerán realmente? —preguntó Serguiéi Ivánovich con una significativa sonrisa—. Por lo pronto, hay quien cree que, fuera de la instrucción clásica, la civilización no existe; sobre este punto presenciamos furiosos debates, y cada partido aduce pruebas que no carecen de valor.

—Usted está por los clásicos, según creo, Serguiéi Ivánovich... —dijo Oblonski—. ¿Quiere usted burdeos?

—Yo no me separo de mis opiniones personales —repuso Koznyshov, con la condescendencia que habría tenido para un niño—; solo pretendo que por una parte y otra sean buenas las razones alegadas. Por mi educación, soy clásico; pero esto no me impide reconocer que los estudios clásicos no ofrecen pruebas irrecusables de superioridad sobre los demás.

—Las ciencias naturales se prestan igualmente a un desarrollo pedagógico del espíritu humano —repuso Pestsov—; vea usted la astronomía, la botánica y la zoología, con la unidad de sus leyes.

—De esa opinión no participo yo —contestó Alexiéi Alexándrovich—. ¿Podrá negarse la feliz influencia que ejerce sobre el desarrollo de la inteligencia el estudio de las formas de lenguaje? La literatura clásica es eminentemente moral, mientras que, por desgracia nuestra, se agregan al estudio de las ciencias naturales doctrinas funestas y falsas, que son el azote de nuestra época.

Serguiéi Ivánovich iba a contestar, pero Pestsov lo interrumpió para demostrarle calurosamente la injusticia de aquel juicio; y cuando Koznyshov pudo hablar al fin, dijo, sonriendo, a Karenin:

—Confiese usted que el pro y el contra de los dos sistemas serían difíciles de establecer si la influencia moral antinihilista, valga la frase, de la educación clásica no militase en su favor.

—No hay la menor duda.

—Dejaríamos el campo más libre a los dos sistemas si no considerásemos la educación clásica como una píldora, que ofrecemos atrevidamente a nuestros enfermos para combatir el nihilismo; pero ¿estamos bien seguros de las virtudes curativas de esas píldoras?

La pregunta hizo reír a todos, y principalmente a Turovtsin, que había tratado inútilmente de buscar algo gracioso en la conversación.

Stepán Arkádich había tenido razón en contar con Pestsov para animar el debate. Koznyshov dio por terminada la controversia, chanceándose, como siempre, pero Pestsov replicó:

—No se puede acusar al gobierno de haber intentado la cura, pues muéstrase indiferente a las consecuencias de las medidas que adopta; la opinión pública es la que lo dirige. Citaré como ejemplo el asunto de la educación superior de las mujeres, que se debería considerar como funesta, lo cual no impide que el gobierno abra los cursos públicos y las universidades para aquellas.

En este punto se entabló el debate sobre la educación de las mujeres. Alexiéi Alexándrovich observó que la instrucción de las mujeres se confundía demasiado con su emancipación, y solo podría considerarse funesta desde este punto de vista.

—Creo, por el contrario —dijo Pestsov—, que estas dos cuestiones están íntimamente enlazadas entre sí. La mujer se ve privada de los derechos porque no recibe instrucción, y la falta de esta depende de la carencia de aquellos. No olvidemos que la esclavitud de la mujer es tan antigua y se halla tan arraigada en nuestras costumbres que muy a menudo somos incapaces de comprender el abismo que las separa de nosotros.

—Usted habla de derechos —dijo Serguiéi Ivánovich cuando pudo tomar la palabra—. ¿Es un derecho llenar las funciones de jurado, de consejero municipal, de presidente de un tribunal, de funcionario público o de individuo del parlamento?

—Sin duda.

—Sin embargo, si las mujeres pueden llenar excepcionalmente estas funciones, sería más justo llamar deberes a estos derechos. Un abogado o un telegrafista cumplen un deber. Digamos, pues, hablando lógicamente, que las mujeres buscan deberes, y en este caso debemos simpatizar con su deseo de tomar parte en los trabajos de los hombres.

—Es muy justo —dijo Alexiéi Alexándrovich—; el quid está en saber si son capaces de llenar esos deberes.

—Lo serán seguramente tan pronto como estén más instruidas en general —dijo Stepán Arkádich—; ya vemos que...

—¿Y el proverbio? —preguntó el anciano príncipe, cuyos ojillos de expresión burlona brillaban al oír este dialogo—. Yo puedo decir esto delante de mis hijas: «La mujer tiene el cabello largo...».

—Así es como se juzgaba a los negros antes de su emancipación —exclamó Pestsov, con expresión de enojo.

—Confieso —dijo Serguiéi Ivánovich— que lo más extraño es ver a la mujer buscar nuevos deberes, cuando, desgraciadamente, los hombres tratan de eludir los suyos.

—Los deberes van acompañados de derechos; los honores, la influencia, el dinero, he ahí lo que las mujeres buscan —dijo Pestsov.

—Es lo mismo que si yo disputase el derecho de ser nodriza y me pareciera mal que me lo negasen; mientras que a las mujeres se les paga por eso —dijo el anciano príncipe.

Turovtsin no pudo menos de reírse, y Serguiéi Ivánovich sintió no ser el autor del chiste, que hizo sonreír al mismo Alexiéi Alexándrovich.

—Sí, pero un hombre no puede amamantar, mientras que una mujer... —repuso Pestsov.

—Perdone usted; un inglés que iba embarcado llegó a amamantar a su hija —replicó el príncipe, que se permitía algunas libertades de lenguaje delante de sus hijas.

—Pero ¿qué diremos de las jóvenes sin familia? —preguntó Stepán Arkádich, que al replicar a Pestsov había pensado en la bailarina.

—Si se sondea la vida de esas jóvenes —replicó Dolli, tomando parte en la conversación—, se verá seguramente que han abandonado una familia en que podían muy bien realizar labores propias del hogar.

Dolli comprendía instintivamente a qué clase de mujeres se refería su esposo.

—Nosotros defendemos un principio, un ideal —replicó Pestsov, con voz sonora—; la mujer reclama el derecho de ser independiente e instruida, y sufre al ver que no le es posible alcanzar esas cosas.

—Y yo sufro porque no se me admite como nodriza en un asilo de niños expósitos —replicó el príncipe, provocando la hilaridad de Turovtsin, a quien de risa se le cayó un espárrago en la salsa por la parte más gruesa.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora