XIV

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EN el momento de entrar en su casa, lleno de satisfacción, Lievin oyó sonar de campanillas por la parte del zaguán.

«Alguien llega desde la estación —pensó—; es la hora del tren de Moscú. ¿Quién puede venir? ¿Será mi hermano Nikolái? Me dijo, según recuerdo, que en vez de ir al extranjero vendría a mi casa tal vez.»

Durante un momento temió que esta llegada interrumpiera sus planes de la primavera, pero, avergonzado después de la idea tan egoísta, esperó con alegre emoción que las campanillas anunciasen su llegada.

Para satisfacer cuanto antes su curiosidad, hizo avanzar un buen trecho a su caballo, y de pronto divisó una troika que conducía a un viajero con pelliza; pero no era su hermano.

«¡Con tal que sea alguno con quien yo pueda hablar! —pensó—. ¡Calla! —exclamó al reconocer a Stepán Arkádich—. Es el más amable de los hombres. ¡Cuánto me alegro verlo! Seguramente él me dirá si Kiti se ha casado.»

Ni aun el recuerdo de la hermosa joven le causaba ya pesar gracias a aquel magnífico día de primavera.

—Supongo que no me esperabas —dijo Stepán Arkádich, saliendo de su troika con el rostro manchado de lodo, pero rebosando salud y satisfacción—. He venido para tres cosas: para verte, para disparar un par de tiros y para vender la madera de Yergushovo.

—Perfectamente. ¿Qué dices de esta primavera? ¿Cómo has podido llegar aquí en troika?

—En una carreta, que es más difícil aún, Konstantín Dmítrich —dijo el cochero, antiguo conocido de Lievin.

—En fin, me alegro mucho de verte —dijo este último, sonriendo de placer.

Y condujo a su amigo a la habitación destinada a los forasteros, donde llevaron un momento después su equipaje, consistente en un saco de noche, una escopeta en su funda y un cajón de cigarros. Lievin fue después a ver al intendente para hacerle algunas observaciones sobre el trébol y la labranza.

Agafia Mijáilovna, que tenía en mucho el buen nombre de la casa, lo detuvo al paso en el vestíbulo para dirigirle algunas preguntas respecto a la comida.

—Haga usted lo que quiera, pero que sea pronto —contestó Lievin.

Cuando entró en la habitación, Stepán Arkádich, lavado, peinado y risueño, se disponía ya a salir, y ambos subieron al primer piso.

—¡Cuánto me alegro de haber llegado hasta ti! —dijo Stepán Arkádich—. Al fin voy a iniciarme en los misterios de tu existencia, y, a decir verdad, te envidio. ¡Qué casa! ¡Qué cómodo y qué alegre es todo! —añadió Stepán Arkádich, olvidando que los días serenos y la primavera no duraban todo el año—. ¡Qué buena mujer parece tu anciana sirvienta! Solo te faltaría ahora una linda doncella con su delantal blanco, pero esto no cuadraría con tu estilo severo y monástico.

Entre otras noticias interesantes, Stepán Arkádich dijo a su amigo que Serguiéi Ivanovich pensaba ir al campo apenas llegase el verano; no habló una palabra de los Scherbatski, y se contentó con darle noticias de su esposa. Lievin apreció esta delicadeza; y como en su soledad había hecho buena provisión de ideas y de impresiones que no podía comunicar a las personas que lo rodeaban, no le faltó asunto para conversar largamente con Oblonski. De todo habló: de su alegría por la llegada de la primavera, de sus planes agrícolas, de sus observaciones sobre las obras que ya había leído, y, en particular, de la idea fundamental del libro que se había propuesto escribir, el cual sería una crítica de todas las obras de economía rural. Stepán Arkádich, amable y con suficiente talento para penetrarse al punto de todo, se mostró muy cordial esta vez, y Lievin creyó observar también que le trataba con especial consideración y ternura, lo cual lo lisonjeó.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora