VIII

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EL señor Karenin pasó toda la mañana en su habitación, después de haber oído misa. Dos asuntos le quedaban por despachar aquel día: primeramente debía recibir a una comisión de las minorías étnicas, y después se proponía escribir una carta a su abogado en cumplimiento de lo ofrecido.

La comisión, aunque fue creada por la iniciativa propia de Alexiéi Alexándrovich, representaba muchas inconveniencias y hasta cierto peligro. Por eso Karenin se alegró de poder recibirla en Moscú. Los miembros de esta no tenían ni la menor idea de su papel y sus obligaciones. Pensaban ingenuamente que su misión consistía tan solo en expresar sus necesidades y la verdadera situación, pidiendo ayuda al gobierno; no podían comprender que algunas declaraciones y demandas suyas favorecían al lado contrario, y por tanto estropeaban el asunto. Karenin discutió largamente con los comisionados, oyendo sus reclamaciones y enterándose de sus necesidades; les trazó un programa del que no debían separarse en sus diligencias cerca del gobierno, y, por último, los dirigió a la condesa Lidia, quien debía guiarlos en San Petersburgo; la condesa tenía la especialidad de recibir a los comisionados y se entendía con ellos mejor que nadie. Cuando hubo despedido a la comisión, Alexiéi Alexándrovich escribió a su abogado, dándole plenos poderes; le envió también tres cartas de Vronski dirigidas a Anna, halladas en la cartera.

Desde el momento en que Alexiéi Alexándrovich salió de casa con el firme propósito de no volver, desde el momento en que visitó al abogado y le comunicó sus intenciones, principalmente desde el momento en que convirtió aquel problema vital en un asunto burocrático, se acostumbraba más y más a su propósito y veía con claridad la posibilidad de realizarlo.

En el momento de sellar su misiva, oyó la voz sonora de Stepán Arkádich, que preguntaba al criado si Alexiéi Alexándrovich recibía, e insistía para que se le anunciara.

«Tanto peor —pensó Karenin—, o más bien, tanto mejor; le diré lo que hay, y comprenderá que no puedo comer con él.»

—Déjalo entrar —gritó, reuniendo sus papeles y encerrándolos en un cajón.

—Ya ves que mientes —dijo Stepán Arkádich al criado.

Y sin detenerse, se dirigió a la habitación de Karenin, despojándose al mismo tiempo de su paletó.

—Me es imposible ir —contestó Alexiéi Alexándrovich secamente, recibiendo a su cuñado en pie, sin invitarlo a sentarse y resuelto a mantener con él unas relaciones frías, adecuadas a la situación creada por la tramitación del divorcio. Pero se olvidaba de la irresistible bondad de corazón de Stepán Arkádich, quien lo miró con expresión de sorpresa.

—¿Por qué no puedes venir? ¿No quieres decirlo? —preguntó en francés, con cierta vacilación—. Te advierto que es cosa prometida, y que contamos contigo.

—Es imposible, porque nuestras relaciones de familia se van a romper.

—¡Cómo! ¿Por qué? —replicó Oblonski, con una sonrisa.

—Porque trato de divorciarme de mi esposa, de tu hermana.

Antes de que Alexiéi Alexándrovich terminara la frase, Stepán Arkádich, contrariamente a lo que su cuñado esperaba, se dejó caer en un sillón; exhalando un profundo suspiro.

—Eso no es posible, Alexiéi Alexándrovich —exclamó con acento dolorido.

—Pero es verdad.

—Dispénsame; no lo creo.

Karenin se sentó, comprendiendo que sus palabras no habían producido el efecto deseado, y que una explicación, por categórica que fuese, no cambiaría en nada sus relaciones con Oblonski.

—Es una cruel necesidad —dijo—, pero estoy obligado a pedir el divorcio.

—¡Qué quieres que te diga! Sabiendo que eres un hombre bueno y justo, y Anna es una mujer maravillosa y escogida, no puedo cambiar de opinión respecto a ella ni creer en lo que me dices. Sin duda hay aquí un equívoco.

—¡Oh, si no fuera más que eso!

—Ya comprendo, pero te suplico que no te precipites.

—No he hecho nada con precipitación —dijo fríamente Karenin—; pero en semejante asunto no se puede tomar consejo de nadie, estoy resuelto.

—¡Esto es terrible! —murmuró Stepán Arkádich—. Si, como yo lo espero, no se ha tocado el asunto aún, te conjuro a que no hagas nada antes de hablar con mi esposa. Dolli ama a la tuya, te aprecia mucho a ti y es una mujer de buen criterio. En nombre de nuestra amistad, te ruego que hables con ella.

Alexiéi Alexándrovich guardó silencio y reflexionó. Oblonski lo miraba con simpatía.

—¿Irás a verla?

—No sé. Por eso no he ido a veros. Creo que nuestras relaciones deben cambiar.

—¿Por qué? No veo razón para ello. Permíteme pensar que, aparte nuestras relaciones familiares, sientes, aunque sea en parte, el mismo afecto que yo por ti... Y el más sincero respeto —dijo Stepán Arkádich, estrechándole la mano—. Aun en el caso de que tus suposiciones sean reales, no tengo por qué juzgar a ninguna de las partes, y no veo razón para que cambie nuestra amistad. Pero ahora, hazme el favor, ven a ver a mi mujer.

—Vemos las cosas de modo distinto —dijo Alexiéi Alexándrovich—. Por lo demás, vamos a dejar esta conversación.

—¿Por qué no has de venir a comer con nosotros, al menos hoy? —preguntó—. Mi esposa te espera, y los dos podéis hablar; te aseguro que es una mujer excepcional. ¡Por Dios, te lo suplico de rodillas!

—Si tanto lo deseas, iré —contestó Alexiéi Alexándrovich, suspirando.

Y para cambiar de conversación, preguntó a Oblonski qué pensaba de su nuevo jefe, hombre joven aún, cuya rápida carrera había asombrado. Alexiéi Alexándrovich, que nunca lo apreció, no podía ahogar un sentimiento de envidia, natural en un funcionario que acababa de sufrir un revés.

—¿Y qué tal? ¿Lo has visto? —preguntó con una sonrisa, llena de veneno.

—Es un hombre que parece estar muy al corriente de los negocios y ser muy activo —contestó Stepán Arkádich.

—Activo, es posible; pero no sé en qué emplea su actividad; ignoro si es para hacer bien o destruir lo que los demás hicieron antes que él. La burocracia que defiende el expediente, de la que es digno representante el conde Ánichkin, constituye un verdadero azote de nuestro gobierno.

—De todos modos, es un buen muchacho —repuso Stepán Arkádich—; ahora acabo de visitarlo; hemos almorzado juntos y le he enseñado a hacer una bebida de vino con naranja, la que tu sabes. Resulta muy refrescante. ¡Qué curioso que no la conociera! Pero le ha gustado mucho. No, de verdad, me parece un buen hombre.

Stepán Arkádich consultó su reloj.

—¡Dios mío! —exclamó—. Son ya más de las cuatro y aún debo hacer una visita. ¿Conque es cosa convenida que vendrás a comer? Tu negativa nos causaría vivo pesar a mi esposa y a mí.

Alexiéi Alexándrovich condujo a su cuñado hasta la puerta con más amabilidad de la que tuvo al recibirlo.

—Puesto que lo he prometido —contestó tristemente—, iré.

—Gracias, de verdad te lo agradezco mucho. Espero que no te arrepientas —dijo Stepán Arkádich sonriendo.

Y poniéndose el abrigo mientras se dirigía a la puerta, por descuido, dio con la mano en la cabeza del criado, se rio y salió fuera.

—¡A las cinco, con el frac, por favor! —exclamó nuevamente, volviéndose hacia la puerta.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora