XXIII

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LA comisión del 2 de junio se reunía generalmente los lunes. Alexiéi Alexándrovich entró en la sala, saludó al presidente e individuos de la comisión y fue a ocupar su sitio, poniendo la mano sobre los papeles colocados delante de él, entre los cuales estaban sus documentos particulares y las notas sobre la proposición que pensaba someter a sus colegas. Estas notas eran superfluas, pues tenía muy presente todo su plan y no necesitaba repasar en su memoria hasta el último momento los asuntos que debían tratarse. Sabía, además, que, llegado el momento, cuando se viera frente a su adversario, le sería fácil el uso de la palabra. Entretanto, escuchaba la lectura del informe con el aspecto más inocente; y nadie hubiera creído, al ver aquel hombre con la cabeza inclinada, y al parecer fatigado, que pocos minutos después iba a pronunciar un discurso que promovería una verdadera tempestad, obligando al presidente a llamar al orden a los individuos de la comisión. Terminada la lectura del informe, Alexiéi Alexándrovich dijo con voz débil que debía hacer algunas observaciones sobre la cuestión de que se trataba, y entonces la atención de todos se fijó en él. El señor Karenin tosió ligeramente, y sin mirar a su adversario, según su costumbre cuando pronunciaba un discurso, dirigió la palabra a la persona más próxima, que era un viejecillo sin importancia. Al llegar al punto capital, a las leyes orgánicas, su adversario se agitó en su sitial y le contestó al punto como lo hizo también Striómov, miembro de la comisión, a quien se atacaba vivamente. La sesión fue muy tempestuosa, pero Alexiéi Alexándrovich triunfó y se aceptó su proposición, nombrándose tres nuevas comisiones. Al día siguiente no se hablaba en ciertos círculos más que de la victoria de Alexiéi Alexándrovich, que había excedido a sus esperanzas.

A la mañana siguiente Karenin recordó con placer su triunfo al despertar, y no pudo menos de sonreír cuando el jefe de la chancillería le refirió lo que se decía en la ciudad sobre el asunto, aunque trataba de demostrar indiferencia.

Alexiéi Alexándrovich, absorto con el trabajo, olvidó completamente que aquel día era el fijado para el regreso de su esposa y, por tanto, experimentó cierto enojo cuando un criado entró para anunciarle que acababa de llegar.

Anna había entrado en San Petersburgo por la mañana temprano, y su esposo no lo ignoraba, puesto que le envió un telegrama pidiendo coche; pero no quiso salir a recibirla. Después de anunciar su llegada, Anna entró en su habitación, dando orden para que desempaquetasen sus efectos, y allí esperó a su esposo; mas pasó una hora sin que este se presentara. Bajo el pretexto de dar algunas órdenes, se dirigió al comedor, y habló con el criado en voz alta a fin de que su esposo supiera que estaba allí. Él no salió de su despacho, aunque Anna oyó, que despidiéndose del jefe de la chancillería lo acompañaba hasta la puerta. Ella sabía que, por costumbre, se marcharía pronto para seguir con los asuntos oficiales; se decidió al fin a entrar en el despacho de Alexiéi Alexándrovich, pues quería verlo a todo trance para resolver sobre sus futuras relaciones. Karenin, vestido de uniforme, sin duda para salir, estaba apoyado en una mesita y su mirada era triste. Anna lo vio antes que él notase su presencia, y sospechó que pensaba en ella. Karenin quiso levantarse, vaciló, se sonrojó, lo cual sucedía rara vez, y poniéndose en pie al fin bruscamente, se adelantó hacia Anna, fijando la vista en su frente y su tocado para evitar su mirada. Cuando estuvo junto a su esposa, le cogió la mano y la invitó a sentarse.

—Me alegro que haya usted vuelto —dijo, sentándose a su lado, con el evidente deseo de hablar, pero deteniéndose cada vez que abría la boca.

Aunque preparada para esta entrevista, y dispuesta a despreciar a su esposo, Anna no sabía qué decirle, y lo compadecía. El silencio se prolongó bastante.

—¿Sigue bien Seriozha? —preguntó al fin Karenin. Y sin esperar respuesta, añadió—: No comeré hoy en casa; debo irme ahora mismo.

—Pensaba marchar a Moscú —contestó Anna.

—No; ha hecho usted bien en volver —dijo Alexiéi Alexándrovich.

Siguió otra vez el silencio, y viendo Anna que su esposo no podía abordar la cuestión, tomó la palabra:

—Alexiéi Alexándrovich —dijo, mirándolo fijamente—, yo soy una mujer culpable, pero continúo siendo lo que le confesé a usted que era, y he venido a decirle que no podría cambiar.

—Yo no le pregunto a usted eso —repuso Alexiéi Alexándrovich con tono resuelto, pues la cólera le devolvía todas sus facultades; y mirando esta vez a su mujer con expresión de odio, añadió—: Ya suponía yo que fuese así, pero según le he dicho y escrito, y según se lo repito de nuevo, no estoy obligado a saber tales cosas, y quiero ignorarlas. No todas las mujeres tienen, como usted, la bondad de apresurarse a dar a sus esposos tan agradable noticia. Ignoro todo mientras que el mundo no esté advertido ni mi nombre deshonrado; y he aquí por qué le previne que nuestras relaciones deben seguir siendo lo que fueron siempre; no trataré de poner a salvo mi honor sino en el caso de que usted se comprometa.

—Pero nuestras relaciones no pueden ser ahora lo que eran —repuso Anna tímidamente, mirando a su esposo con temor.

Al observar su ademán tranquilo y al oír su voz sarcástica, aguda y un poco infantil, toda la compasión que al principio le inspiraba desapareció ante un sentimiento repulsivo; solo sentía el temor; aun así quería a toda costa clarificar su situación.

—Yo no puedo ser esposa de usted cuando...

Karenin profirió una carcajada burlona y fría.

—El género de vida que usted ha tenido a bien elegir se refleja hasta en su manera de comprender; pero yo desprecio y respeto demasiado, con lo cual quiero decir que respeto su vida pasada y desprecio bastante su presente, para que mis palabras puedan prestarse a la interpretación que usted les da.

Anna suspiró, inclinando la cabeza.

—Por lo demás —continuó el señor Karenin, excitándose más—, apenas comprendo que, no habiendo hallado nada censurable en confesarme su infidelidad, tenga ahora escrúpulos sobre el cumplimiento de sus deberes de esposa.

—Alexiéi Alexándrovich, ¿qué exige usted de mí?

—Exijo que no vuelva usted a ver a ese hombre; exijo que se conduzca de tal manera que «ni el mundo, ni nuestros criados» puedan acusarla; y exijo, en fin, que no vuelva usted a recibirlo. Como compensación, disfrutará de todos los derechos de una mujer honesta, sin tener que cumplir sus obligaciones. Me parece que no es mucho pedir. Nada más tengo que decirle; ahora me marcho y le advierto que no comeré en casa.

Se levantó y se dirigió a la puerta, y como Anna hiciera lo mismo, la saludó sin hablar y la dejó salir primero.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora