XXIII

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NO era aquella la primera vez que Vronski trataba de hacer comprender a Anna su posición, pero nunca se había expresado con tanta energía, pues tropezaba siempre con las mismas apreciaciones superficiales y casi fútiles. Le parecía que la esposa de Karenin se hallaba entonces bajo el imperio de sentimientos que no quería o no podía profundizar, y al reflexionar esto, la verdadera Anna desaparecía, remplazándola un ser extraño y enigmático que no podía comprender y que era casi repulsivo. Esta vez, sin embargo, quiso explicarse hasta el fin.

—Que lo sepa o no —dijo con tono tranquilo, pero resuelto— poco importa. No podemos, o «usted» no puede permanecer en esta situación, sobre todo ahora.

—¿Pues qué convendrá hacer en su concepto? —preguntó Anna con la misma ironía burlona.

Ella, que había temido tanto ver acogida con ligereza su revelación, llevaba a mal ahora que Vronski dedujese la necesidad absoluta de adoptar una resolución enérgica.

—Confiésalo todo y sepárate de él.

—Supongamos que lo haga. ¿Sabes cuál sería el resultado? Voy a decírtelo —y sus ojos tomaron una expresión maligna que antes era de ternura—. «¡Ah! Usted ama a otro y mantiene relaciones criminales —dijo Anna, imitando el tono de su marido y recargando la palabra "criminal" como él lo hubiera hecho—. Ya estaba usted advertida de las consecuencias que iban a resultar desde el punto de vista religioso, de la sociedad y de la familia; no quiso usted escucharme, y ahora no puedo entregar a la vergüenza pública mi nombre y...» —iba a decir «mi hijo», pero se detuvo, porque no le era dado chancearse sobre este punto—. En una palabra, me dirá claramente, en el mismo tono que discute los asuntos de estado, que no puede devolverme la libertad, pero que adoptará medidas para evitar el escándalo. Esto es lo que sucederá, porque mi esposo no es un hombre, sino una máquina, y cuando se incomoda, una máquina muy mala.

Y recordó los menores detalles del lenguaje y de la fisonomía de su esposo, dispuesta a censurar todo lo que pudiese reconocer en él de malo, con tanta menos indulgencia cuanto más culpable se juzgaba ella.

—Pero Anna —dijo Vronski con dulzura, esperando convencerla y calmarla—, lo que importa ahora es confesarlo todo y después obraremos según lo que él haga.

—Entonces será preciso huir...

—¿Por qué no? No veo la posibilidad de seguir así; ahora no se trata de mí, sino de ti, que eres la que sufres...

—¡Huir para publicar que soy la querida de usted! —exclamó Anna con maligna intención.

—¡Anna! —exclamó Vronski con acento dolorido.

—Sí, la querida de usted, y perderlo todo...

Y quiso volver a decir «mi hijo», pero no pudo pronunciar esta palabra.

Vronski no podía explicarse que aquella naturaleza enérgica y leal aceptase la falsa situación en que se hallaba sin tratar de salir de ella, pues no comprendía que el obstáculo era la palabra «hijo», que no podía resolverse a pronunciar.

Cuando Anna se representaba la vida de aquel niño con el padre cuando lo hubiera abandonado le parecía tan horrible su falta que, como verdadera mujer, no se hallaba en estado de razonar y se empeñaba en persuadirse de que todo podría continuar como antes; era preciso a toda costa desechar este horrible pensamiento: «¿qué será de mi hijo?».

—Te suplico encarecidamente —dijo de pronto, con un acento totalmente distinto, lleno de ternura y sinceridad —que no me hables nunca más de eso.

—¡Pero Anna!

—Jamás, jamás. Déjame seguir siendo juez de la situación; comprendo la bajeza y el horror; pero no es tan fácil como tú crees cambiar nada. Ten confianza en mí y no me hables nunca de eso. ¿Me lo prometes?

—Prometo todo; pero ¿cómo quieres que esté tranquilo después de lo que acabas de confesarme? ¿Puedo tener calma cuando a ti te falta?

—¡A mí! A decir verdad, esto me mortifica; pero ya pasará si no me hablas de nada.

—No comprendo...

—Ya sé —interrumpió Anna— que con tu carácter leal te es insufrible mentir; te compadezco de veras, y muy a menudo pienso que has sacrificado tu vida por mí.

—Eso es lo que yo digo precisamente de ti; y hasta me preguntaba hace poco cómo podías haberte inmolado por mi causa. No me perdonaré nunca haberte hecho desgraciada.

—¡Desgraciada yo! —exclamó Anna acercándose a Vronski y mirándolo con una sonrisa llena de amor—. ¡Yo me parezco a una persona que se muere de hambre y a la que dan de comer, lo cual hace olvidar el frío y los andrajos que cubren su cuerpo! ¡No soy desgraciada, no; he ahí mi felicidad!

En aquel momento se oyó la voz de Seriozha: Anna dirigió una mirada a su alrededor, se levantó vivamente, y alargando sus brazos hacia Vronski, le cogió la cabeza, fijó en él una larga mirada, acercó su rostro al de él, lo besó en los labios y los ojos y después quiso rechazarlo, pero el joven la contuvo.

—¿Cuándo? —murmuró Vronski, mirándola con ternura.

—Hoy a la una —contestó Anna en voz baja, suspirando.

Y corrió al encuentro de Seriozha, que sorprendido por la lluvia en el parque, se había refugiado en un pabellón con la criada.

—Pues hasta la vista —dijo Anna—. Voy a prepararme ahora para ir a las carreras. Betsi me ha prometido venir a buscarme.

El conde miró su reloj y salió precipitadamente.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora