XXI

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DOLLI salió de su cuarto a la hora de tomar el té; Stepán Arkádich lo había hecho antes por otra puerta.

—Temo que tengas frío allá arriba —dijo Dolli, dirigiéndose a Anna—, y quisiera hacerte bajar para que estuviéramos más cerca.

—No te inquietes por mí —replicó Anna, tratando de adivinar por el semblante de Dolli si se había efectuado la reconciliación.

—Tal vez haya demasiada claridad.

—Te aseguro que duermo bien en todas partes, y siempre profundamente.

—¿De qué se trata? —preguntó Stepán Arkádich, entrando en el salón y dirigiéndose a su esposa.

El tono de la voz indicó ya por sí solo a Anna y Kiti que los cónyuges se habían reconciliado.

—Quisiera instalar a Anna aquí —contestó Dolli—; pero se deberían bajar las cortinas, y nadie sabrá hacerlo, sino yo.

«¡Sabe Dios si la reconciliación habrá sido completa!», pensó Anna, al notar el tono frío y tranquilo de Dolli.

—No compliques las cosas, querida —dijo el esposo—; si quieres, yo lo arreglaré.

«Se han reconciliado», pensó Anna.

—Ya sé cómo te arreglarás —contestó Dolli, con burlona sonrisa—; darás a Matviéi una orden que él no entenderá; después te irás a la calle, y se enredará todo.

«A Dios gracias —pensó Anna—, han hecho las paces del todo.» Y muy satisfecha de haber conseguido su objeto, se acercó a Dolli y la besó.

—No sé por qué nos desprecias tanto a Matviéi y a mí —dijo Stepán Arkádich a su esposa, sonriendo ligeramente.

Durante aquella noche, Dolli se mostró un poco irónica con su marido, manifestándose este contento, aunque en una justa medida, cual si hubiese querido dar a entender que el perdón no le hacía olvidar sus errores.

A eso de las nueve y media se había entablado una conversación muy viva y animada alrededor de la mesa, mientras se tomaba el té, cuando sobrevino un incidente, harto común al parecer, pero que se consideró extraño.

Se hablaba de un amigo de San Petersburgo, y Anna se levantó de improviso, diciendo:

—Tengo su retrato en mi álbum; voy a buscarlo, y os enseñaré a la vez el de mi pequeño Seriozha.

Por lo regular, solía dar las buenas noches a su hijo cuando este debía acostarse, a eso de las diez; y con frecuencia lo dejaba en su lecho antes de irse al baile. En el instante de recordar esto, la sobrecogió una profunda tristeza por hallarse tan lejos de él; y por más que hablase de otra cosa, su pensamiento volvía al niño, con sus rosadas mejillas y su cabello rizado. Por esto sintió el deseo de ir a mirar su retrato, para decirle una palabra desde lejos.

Salió del salón con el paso ligero que le era peculiar, y se acercaba ya a la escalera que conducía a su cuarto, y que daba sobre el vestíbulo de la entrada principal, cuando sonó un campanillazo.

—¿Quién puede ser? —dijo Dolli.

—Es demasiado pronto para que vengan a buscarme —observó Kiti—, y muy tarde para una visita.

—Sin duda traen papeles para mí —dijo Stepán Arkádich.

Anna vio al criado correr para anunciar al visitante; mientras que este esperaba, iluminado por la lámpara del vestíbulo.

Se inclinó sobre la rampa para mirar, y reconoció al punto a Vronski; su presencia le produjo una extraña impresión de alegría y de temor; estaba en pie, sin quitarse el abrigo, y buscaba una cosa en el bolsillo. Cuando Anna llegaba a la mitad de la escalera, el joven levantó los ojos, y al verla, se pintó en su rostro una extraña expresión de vergüenza y timidez.

Anna lo saludó con un movimiento de cabeza, y pudo oír a Stepán Arkádich llamar a Vronski ruidosamente, mientras que el joven rehusaba entrar.

Cuando Anna bajó con su álbum, Vronski se había marchado ya, y Stepán Arkádich estaba diciendo que solo se había presentado para preguntar la hora de una comida que debía darse al día siguiente en honor de un ilustre viajero.

—Nunca quiere entrar —añadió Oblonski—. ¡Qué hombre tan extraño!

Kiti se ruborizó; creía ser la única que comprendiese por qué Vronski había venido y por qué rehusó penetrar en el salón.

«Habrá ido a casa —pensó—, y no habiendo encontrado a nadie, ha supuesto sin duda que yo estaba aquí; seguramente no ha subido por hallarse aquí Anna y porque es tarde.»

Todos se miraron sin hablar y se examinó el álbum de Anna.

Nada tenía de extraordinario que Vronski se presentase a las nueve y media de la noche para hacer una pregunta a un amigo, rehusando entrar en el salón; pero todos quedaron sorprendidos, y Anna más que nadie, no pareciéndole aquello del todo bien.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora