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DESPUÉS de almorzar, Lievin continuó su trabajo, colocándose entre un viejo segador, que lo invitó a ser su vecino, y un joven jornalero recién casado que trabajaba aquel año por primera vez.

El anciano avanzaba a paso regular, pareciendo que segaba sin el menor esfuerzo; se veía solo el balanceo de sus brazos y su bien afilada guadaña, y se hubiera dicho que esta trabajaba sola.

La siega pareció a Lievin menos penosa, durante el calor del día le refrescaba el sudor que lo bañaba; y el sol, calentando su espalda, la cabeza y los brazos, desnudos hasta el codo, le comunicaba fuerza y energía.

¡Felices instantes aquellos en que olvidaba todo! Cuando se acercaban al río, el anciano que iba delante de Lievin limpiaba su guadaña con la hierba húmeda, para lavarla después, y sacando agua de la corriente, ofrecía un poco a su amo.

—¿Qué te parece mi bebida, señor? —le preguntaba el segador.

Konstantín creía no haber bebido nunca nada tan bueno como aquella agua templada, en la cual se veían fragmentos de hierba y que tenía cierto sabor a herrumbre muy pronunciado, que le comunicaba la escudilla de hierro del campesino.

El tiempo transcurría sin sentir, y se acercaba ya la hora de comer. El anciano segador llamó la atención del amo sobre los niños casi ocultos por la hierba, que llegaban de todas partes, llevando a los segadores el pan y los jarros con la bebida.

—Ya están ahí los moscones —dijo el segador a Lievin, mostrándole los chicos, y poniendo una mano sobre sus ojos a guisa de pantalla para examinar el sol.

La obra continuó un rato más, y después el segador dijo con tono resuelto:

—Es preciso comer, señor.

Los jornaleros se dirigieron hacia el sitio donde tenían depositada su ropa, y donde los niños esperaban para comer; unos se colocaron cerca de los carros y los otros en una arboleda. Lievin quiso sentarse junto a ellos, y no experimentaba el menor deseo de separarse de su gente. Ya había desaparecido toda cortedad por la presencia del amo y los segadores se dispusieron a comer y dormir; se lavaron, comieron su pan, destaparon sus vasijas y los jóvenes se bañaron en el río.

El segador anciano desmigajó pan en una escudilla, y lo aplastó después con el mango de la cuchara; y llenando casi el recipiente del líquido contenido en su vasija, añadió después algunas rebanadas de pan y la sal necesaria. Hecho esto, comenzó a orar, volviéndose hacia oriente, y cuando hubo concluido, dijo a Lievin:

—Vamos, señor, ven a probar mi sopa.

Konstantín la probó, y le pareció tan buena que no quiso ir ya a su casa; prefirió comer con el viejo, y su conversación giró sobre los asuntos domésticos de este, en los que el amo se interesó mucho. Lievin habló a su vez de los proyectos que trataba de llevar a cabo; refiriéndose particularmente a lo que podía interesar a su compañero, cuyas ideas estaban más en armonía con las suyas que las de su hermano.

Terminada la comida, el anciano rezó su oración y se tumbó en el suelo después de formar una almohada de hierba; Lievin hizo otro tanto, y a pesar de las moscas y de los insectos que corrían por su rostro bailado de sudor, se durmió muy pronto y no se despertó hasta que el sol, dando la vuelta al matorral, comenzó a brillar sobre su cabeza. El anciano afilaba ya su guadaña.

Lievin miró a su alrededor, sin poder explicarse al principio dónde estaba; tan cambiado le parecía todo: la pradera, cuyas hierbas se habían segado ya, se extendía en un espacio inmenso iluminado de otra manera por los rayos oblicuos del sol; el río, en parte oculto antes por la espesura, se deslizaba ahora limpio y brillante, como el acero entre sus orillas descubiertas; y en las regiones aéreas se cernían las aves de rapiña.

Lievin calculó lo que se había hecho y lo que faltaba por hacer: el trabajo de aquellos cuarenta y dos hombres era considerable, pero hubiera querido adelantarlo más aún; él no experimentaba cansancio alguno.

—¿Te parece —preguntó al anciano— que tendremos tiempo para segar la colina?

—Si Dios lo permite. El sol no está alto, y se podrá animar a los chicos prometiéndoles para después una copita.

Cuando los fumadores hubieron apurado sus pipas, el anciano les dijo que si se segaba la colina no faltaría un trago.

—No hay inconveniente; adelante, Tit, despacharemos eso en una vuelta de mano, y se comerá de noche —dijeron algunos hombres.

—¡Vamos, hijos míos, ánimo! —exclamó Tit, abriendo la marcha en la carrera.

—¡Vamos, vamos! —decía el viejo, siguiéndolo y alcanzándolo sin problema alguno—. ¡Que te corto! ¡Cuidado!

Viejos y jóvenes segaron a porfía, y apenas los últimos trabajadores terminaban su línea, cuando los primeros se dirigían ya a la colina; muy pronto llegaron todos al pequeño barranco, donde la hierba, espesa y suave, los alcanzaba a la cintura.

Después de un breve conciliábulo para resolver si se haría el trabajo a lo largo o a lo ancho, un segador de barba negra, Prójor Iermilin, célebre en su oficio, marchó solo para dar la primera vuelta; y cuando hubo regresado, todos le siguieron para subir desde el barranco a la colina, saliendo luego al lindero del bosque.

El sol desaparecía poco a poco detrás de aquel; los segadores no divisaban ya su globo brillante sino en la altura: del barranco se elevaban blancos vapores, y en la vertiente de la montaña la fresca sombra estaba impregnada de humedad: el trabajo avanzaba rápidamente.

Lievin iba siempre entre sus dos compañeros: la hierba, tierna y suave, se podía segar con facilidad; pero era algo duro subir y bajar por la escarpada pendiente del barranco.

El viejo no manifestaba fatiga, y manejaba con ligereza su guadaña, aunque a veces se estremecía todo su cuerpo. Lievin, que iba detrás, temía caer a cada paso y se decía que jamás volvería a trepar con una guadaña en la mano por aquellas alturas, tan difíciles de escalar aunque se llevaran las manos libres. Sin embargo, hizo como los demás, sin desanimarse, y como si lo sostuviera alguna fiebre interior.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora