XXVII

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ANNA estaba en su habitación, en pie ante un espejo, sujetando el último lazo de un vestido con ayuda de Ánnushka, cuando se oyó el ruido de un coche en el patio.

«Es demasiado temprano para Betsi —pensó la señora de Karenin; y al mirar por la ventana vio en el coche el sombrero negro y las bien conocidas orejas de Alexiéi Alexándrovich—. ¡He aquí una dificultad enojosa! —añadió—. ¿Vendrá a pasar aquí la noche?»

Los resultados que esta visita podrían tener la espantaron; sin reflexionar un minuto, y bajo el imperio de ese espíritu de engaño que le era familiar y la dominaba, bajó radiante de alegría a recibir a su esposo, y habló con él sin saber por qué.

—¡Qué amable eres! —exclamó, presentando la mano a su esposo, mientras saludaba a Sliudin con una sonrisa—. Espero —añadió— que te quedarás aquí esta noche —el demonio de la mentira le aconsejaba estas palabras—. Supongo que iremos juntos a las carreras. ¡Qué lástima que me haya comprometido con Betsi, que ha de venir a buscarme!

Alexiéi Alexándrovich hizo una mueca al oír este nombre.

—¡Oh!, no quiero separar a las inseparables —dijo con tono irónico—; yo iré con Mijaíl Vasílievich. El doctor me ha recomendado el ejercicio, y deseo recorrer una parte del camino a pie.

—Pero no hay prisa —dijo Anna—. ¿Quieres tomar té?

Y llamó.

—Sirva usted el té —ordenó a la criada—, y diga usted a Seriozha que aquí está su padre. ¿Y cómo vamos de salud? —añadió—. Mijaíl Vasílievich, aún no había usted venido a mi casa; vea cómo tengo arreglado el balcón.

Anna hablaba sencilla y naturalmente, pero demasiado y muy deprisa, como se lo dio a conocer la curiosa mirada de Mijaíl Vasílievich, que la observaba a hurtadillas; este se dirigió hacia el terrado y Anna fue a sentarse junto a su esposo.

—Tienes mala cara —le dijo.

—Sí, el doctor vino esta mañana y me ha quitado bastante tiempo; pero estoy seguro de que lo envió uno de mis amigos. ¡Como mi salud es tan preciosa!

—¿Y qué ha dicho el doctor?

Anna interrogó a su esposo sobre sus trabajos, le aconsejó el descanso y le invitó a trasladarse al campo también. Todo esto lo dijo con mucha alegría y animación; pero Alexiéi Alexándrovich no daba importancia a este tono; solo oía las palabras y las tomaba en su sentido literal, contestando simplemente, aunque con cierta ironía. Esta conversación no tuvo nada de particular, y, sin embargo, Anna no pudo recordarla más tarde sin experimentar profunda pena.

Seriozha entró, acompañado de su aya; si Karenin hubiera observado, no habría podido menos de notar la expresión tímida con que el niño miró a sus padres; pero no quería ver nada, y nada vio.

—¡Hola, joven! —exclamó Alexiéi Alexándrovich—. Parece que crecemos; ya estás hecho todo un mozo.

Y ofreció su mano al niño, muy turbado en aquel momento. Seriozha había sido siempre tímido con su padre; pero desde que este lo llamaba «joven», y desde que se atormentaba la imaginación para averiguar si Vronski era amigo o enemigo, se mostraba más tímido aún. Se volvió hacia su madre como para buscar protección, porque solo a su lado estaba tranquilo, mientras que Alexiéi Alexándrovich, cogiendo al niño por los hombros, preguntó al aya cómo se portaba. Anna vio el momento en que Seriozha iba a llorar, y observando su inquietud, se acercó a él vivamente, separó las manos de su esposo apoyadas en el hombro del niño y condujo a este al terrado, abrazándolo. Después se acercó a su esposo.

—Se hace tarde —dijo, mirando su reloj—. ¿Por qué no vendrá Betsi?

—Sí —repuso Karenin, haciendo crujir las articulaciones de sus dedos y levantándose—. He venido también a traerte dinero, pues supongo que lo necesitas.

—No..., sí..., lo necesito —replicó Anna, ruborizándose y sin mirar a su esposo—; pero ¿no volverás después de las carreras?

—Sí —contestó Alexiéi Alexándrovich—. ¡Ah! Aquí tenemos a la gloria de Petergof, a la princesa Tvierskaia —añadió, al ver por la ventana una berlina a la inglesa que se acercaba al zaguán.

—¡Qué elegancia! ¡Vaya, vámonos también!

La princesa no bajó del coche; su lacayo, con riguroso traje a la inglesa, saltó al punto del pescante.

—¡Me voy, adiós! —dijo Anna, abrazando a su hijo y dando la mano a su esposo—. Te agradezco la visita.

Alexiéi Alexándrovich besó la mano de Anna.

—Supongo que vendrás a tomar el té—añadió esta, alejándose con expresión de alegría; mas apenas estuvo fuera del alcance de las miradas, se estremeció, al parecer con repugnancia, al sentir aún en su mano la impresión de aquel beso.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora