XX

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DESPUÉS de despedirse de Betsi, Karenin volvió a la habitación de su esposa; Anna seguía ocupando su silla, mas al oír los pasos de su marido, se levantó precipitadamente, y lo miró con expresión de espanto. Karenin reconoció que había llorado.

—Te agradezco mucho tu confianza —dijo con dulzura, repitiendo en ruso la contestación que había dado en francés delante de Betsi; esta manera de tutear en ruso irritaba a Anna, a pesar suyo—; te agradezco tu resolución, porque me parece, como a ti, que desde el momento en que el conde Vronski se marcha, no hay necesidad de recibirlo. Por otra parte...

—Pero, puesto que lo he dicho, ¿a qué hablar más del asunto? —interrumpió Anna, con una irritación que no podía dominar.

«Para nada necesita —pensó— un hombre que ha querido matarse despedirse de la mujer a quien ama, y que, por su parte, no puede vivir sin él. ¡Para nada!»

Anna oprimió los labios, fijó la mirada de sus brillantes ojos en las venas dilatadas de las manos de su marido, que este frotaba porfiadamente una contra otra.

—No hablemos más de eso —añadió con más calma.

—Te he dejado en plena libertad de resolver esta cuestión y me alegro de ver... —comenzó a decir de nuevo Alexiéi Alexándrovich.

—Que mis deseos están conformes con los de usted —añadió Anna vivamente, completando la frase y enojada al oírle hablar tan despacio, cuando ella sabía de antemano lo que iba a decirle.

—Sí —dijo Alexiéi Alexándrovich—; la princesa Tverskaia hace muy mal en mezclarse en asuntos de familia penosos; y además...

—No creo nada de lo que cuentan de ella —dijo Anna—; solo sé que me quiere sinceramente.

Alexiéi Alexándrovich suspiró y calló; Anna jugaba nerviosamente con el cordón de su bata, y de cuando en cuando miraba a su esposo con ese sentimiento de repulsión física de que se acusaba, aunque sin poder reprimirlo. Su mayor deseo en aquel instante era estar sola.

—He dado orden para que vayan a buscar al doctor —dijo Karenin.

—¿Para qué? Ya estoy buena.

—Para la niña, que llora mucho; dicen que la nodriza tiene poca leche.

—¿Por qué no me has permitido amamantarla? A pesar de todo —Alexiéi Alexándrovich comprendió el sentido de la frase—, es una niña, pero la dejarán morir —y Anna ordenó que trajesen a la criatura—. He querido morir cuando pedí criar a la niña y me lo negaron —dijo—, y ahora me lo echan en cara.

—Yo no reprocho...

—¡Sí, me lo reprocha usted! ¡Dios mío, por qué no habré muerto! Dispénsame; estoy nerviosa y soy injusta —añadió tratando de dominarse—; pero vete.

—«No —se dijo Alexiéi Alexándrovich al salir de la habitación de su esposa—, esto no puede continuar así.»

Jamás había pensado tanto en la imposibilidad de prolongar a los ojos del mundo semejante situación de Anna y el poder de esa fuerza misteriosa que se apoderaba de su vida para dirigirla en contradicción con las necesidades de su alma.

El mundo y su mujer exigían de él una cosa que no comprendía bien, pero esta cosa despertaba en su alma sentimientos de odio que turbaban su tranquilidad, anulando el mérito de su victoria sobre sí mismo. Anna, según él, debía romper con Vronski; pero si todo el mundo juzgaba imposible ese rompimiento, estaba dispuesto a tolerar sus relaciones, a condición de no deshonrar a los hijos ni trastornar su propia existencia.

Aquello era penoso, pero no tanto como dejar a su mujer en una posición vergonzosa y sin salida, privándose él de todo cuanto amaba. Sin embargo, reconocía su impotencia en esta lucha, y sabía de antemano que le impedirían obrar sabiamente para obligarlo a hacer el daño que todo el mundo juzgaba indispensable.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora