XVIII

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VRONSKI siguió al conductor; al entrar en el coche se detuvo para dejar paso a una dama que salía, y, con ese tacto propio de un hombre de nobleza, le bastó una mirada para reconocer que pertenecía a la alta sociedad. Después de dirigirle una palabra de atención, iba a pasar adelante, pero involuntariamente se volvió para mirar una vez más no a causa de su hermosura, de su gracia y elegancia, sino porque la expresión de su rostro le había parecido tan dulce como cariñosa.

También la dama volvió la cabeza en el mismo instante, y sus ojos grises, sombreados por espesas cejas, le lanzaron una mirada benévola, como si aquella mujer conociese al joven. Un momento después se perdió entre la multitud, buscando, al parecer, una persona. Por rápida que fuese una mirada, le bastó a Vronski para observar en aquella fisonomía mucha viveza contenida, que se revelaba en la ligera sonrisa de dos frescos labios y en la expresión animada de los ojos; en toda su persona había como un exceso de juventud y de alegría que la dama hubiera querido disimular, pero que se traslucía en el fulgor de sus ojos y en su sonrisa.

Vronski entró en el coche. Su madre, una anciana con bucles, de ojos negros y pequeños, lo recibió con una ligera sonrisa en sus delgados labios; se levantó de su asiento, entregó a su doncella el saquito que llevaba, y presentó a su hijo su pequeña mano seca, que el joven besó con respeto.

—¿Recibiste mi telegrama? Supongo que todo va bien.

—¿Ha hecho usted buen viaje? —replicó el hijo, sentándose a su lado y prestando oído al mismo tiempo a una voz de mujer que hablaba junto a la puerta, pues reconoció que era la de la dama a quien encontrara antes.

—No estoy de acuerdo —decía la voz.

—Es un punto de vista propio de San Petersburgo, señora.

—Nada de eso, es simplemente un punto de vista de mujer —replicó la voz.

—Pues bien, permítame usted besarle la mano.

—Hasta la vista, Iván Petróvich; hágame el favor de buscar a mi hermano y enviármelo —dijo la dama, volviendo a entrar en el coche.

—¿Lo ha encontrado usted ya? —preguntó la señora Vronski.

El joven reconoció entonces a Anna Karénina.

—El hermano de usted se halla aquí —dijo, levantándose al punto—, y le ruego me dispense por no haberla reconocido antes; he tenido tan rara vez el honor de encontrarla, que seguramente no se acuerda usted tampoco de mí.

—¡Oh!, sí —contestó la dama—; siempre lo hubiera reconocido, pues su señora madre y yo no hemos hablado más que de usted durante todo el viaje—, Al pronunciar estas palabras, su semblante expresó la mayor alegría—. Pero mi hermano no viene —añadió.

—Llámalo, Aliosha —dijo la anciana condesa.

Vronski salió del coche y gritó:

—¡Oblonski, por aquí!

Al ver a su hermano, la señora Karénina no esperó a que se acercara, sino que saliendo del coche corrió a su encuentro, y con un ademán lleno de gracia y de energía le rodeó el cuello con un brazo, lo atrajo hacia sí y lo besó.

Vronski no la perdía de vista; la miraba y sonreía sin saber por qué; y recordando al fin que su madre lo esperaba, entró en el coche.

—¿No es verdad que es encantadora? —dijo la condesa, refiriéndose a la señora Karénina—; su esposo me la ha confiado, con gran satisfacción mía, y hemos hablado mucho. Y tú, ¿qué me cuentas?... Me han dicho que vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora