XIII

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POR primera vez, Lievin no quiso ponerse la pelliza, y vestido a la ligera, aunque con sus grandes botas, salió de su casa.

La primavera es la época de los proyectos y de los planes. Lievin no sabía en aquel momento a punto fijo qué dirección iba a tomar; pero en su espíritu se acumulaban las ideas para acometer las más útiles empresas.

Primeramente fue a ver su ganado; se había permitido salir a las vacas, y se calentaban al sol mugiendo, cual si pidiesen licencia para ir a los campos. Lievin las conocía todas en sus menores detalles; las examinó con satisfacción y dio orden al pastor para que las condujera a los pastos, dejando salir a los terneros. Entre estos últimos, los recién nacidos se distinguían por una belleza nada común, y los de más edad alcanzaban ya la alzada de una vaca común; el ternero de Pava, de tres meses de edad, parecía tener ya un año. Lievin admiró estos animales, dando orden para que se pusiera su alimento detrás de las empalizadas portátiles que les servían de cerca.

Sin embargo, se vio que estas empalizadas, construidas durante el otoño, se hallaban ya en mal estado, porque no habían sido necesarias, y, en su consecuencia, Lievin envió a buscar el carpintero, que debía de estar ocupado en componer la máquina de batir; pero no se lo encontró; porque había ido a reparar las cercas, trabajo que debió ejecutar durante la cuaresma. Lievin se encolerizó: siempre tropezaba contra la eterna indolencia, que en vano había procurado corregir hacía mucho tiempo. Como las empalizadas, según le dijeron, no se habían utilizado en la estación rigurosa, se hallaban en los talleres de los obreros, pero todas ellas rotas a causa de ser muy ligera su construcción.

En cuanto a los instrumentos agrícolas, que debieron componerse en los meses de invierno, para lo cual se contrataron tres carpinteros, se hallaban en el mismo estado, y se comenzaba la recomposición cuando ya se necesitaban. Lievin envió a llamar al intendente, y como tardase, fue a buscarlo él mismo. Muy pronto lo vio aparecer, risueño y rozagante, con su pelliza de piel de carnero y muy satisfecho al parecer.

—¿Por qué no está el carpintero ocupado con la máquina? —preguntó Lievin.

—Esto es lo que yo quería decirle a usted, Konstantín Dmítrich; es preciso componer los arados, porque se necesitan ya para trabajar.

—¿Qué ha hecho usted, pues, durante el invierno?

—Pero ¿para qué se necesita al carpintero?

—¿Dónde están las empalizadas para el cercado de las vacas?

—Ya he dado orden para que las coloquen. ¿Qué se puede hacer con esa gente? —añadió el intendente, con ademán desesperado.

—No es con ellos, sino con el intendente con quien no es posible llevar nada a cabo —dijo Lievin, con irritación creciente—. ¿Para qué se le paga a usted? —le gritó; pero recordando que a gritos no había de lograr nada, se contuvo y preguntó después de una pausa—: ¿Cuándo será posible dar principio a la siembra?

—Mañana o pasado mañana.

—¿Y el trébol?

—He enviado a Vasili y a Mishka para que lo siembren, pero no sé si lo conseguirán, porque el suelo está muy húmedo.

—¿En cuantas desiatinas?

—En seis.

—¿Y por qué no en todas partes? —gritó Lievin con acento de cólera, pues su propia experiencia, así como la teoría, le habían convencido de la necesidad de sembrar el trébol tan pronto como fuera posible, casi sobre la nieve, lo cual no podía conseguir nunca.

—Faltan trabajadores. ¿Qué quiere usted que se haga con esa gente? Han faltado tres jornaleros, y ahí está Semión...

—Mejor hubiera sido no entretenerlos en descargar la paja.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora