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HE recibido una carta de Kiti —comenzó a decir Dolli—, en la cual me indica que desea la soledad y el reposo.

—¿Ha mejorado ya su salud? —preguntó Lievin con emoción.

—A Dios gracias ya está restablecida del todo, jamás he creído que padeciese del pecho.

—Me alegro muchísimo —repuso Lievin, en cuyo rostro creyó leer Dolli algo tierno y desvalido.

—Dígame usted, Konstantín Dmitrich —continuó Dolli sonriendo con bondad y un poco de malicia—, ¿por qué conserva usted rencor a Kiti?

—¡Pero si yo no le tengo ninguna mala voluntad!

—Pues entonces, ¿por qué no ha visitado usted a ninguno de nosotros la última vez que fue a Moscú?

—Daria Alexándrovna —replicó Lievin, sonrojándose hasta la raíz de los cabellos—, ¿cómo es que siendo usted tan buena no tiene compasión de mí, puesto que sabe...?

—Yo no sé nada.

—¿... puesto que sabe que se me ha rechazado?

Y toda la ternura que sentía antes por Kiti se desvaneció al recordar el desaire recibido.

—¿Por qué supone usted que yo lo sé?

—Porque todo el mundo lo sabe.

—En eso se engaña usted; yo lo sospechaba, pero no sabía nada de positivo.

—Pues bien, ya lo sabe usted todo.

—Lo que yo sabía era que Kiti estaba muy atormentada por un recuerdo sobre el cual no permitía alusiones; y si a mí no me ha confiado nada, es porque no ha dicho a nadie la menor cosa. Dígame usted ahora lo que ha ocurrido entre los dos.

—Ya se lo he dicho.

—¿Cuándo sucedió?

—La última vez que estuve en casa de sus padres.

—Sepa usted que Kiti me da mucha lástima —dijo Dolli—; pero también comprendo que el amor propio de usted se ha resentido...

—Es posible —dijo Lievin—; pero...

—La pobre niña —interrumpió Dolli— es verdaderamente digna de compasión. Ahora lo comprendo todo.

—Dispénseme usted si me retiro, Daria Alexándrovna —dijo Lievin, levantándose—. Hasta la vista.

—No, espere usted —exclamó Dolli, reteniendo a su interlocutor por la manga del paletó—; siéntese un momento más.

—Le suplico que no hablemos más de eso —repuso Lievin, sentándose, mientras que se infiltraba en su corazón una esperanza que él creía para siempre perdida.

—Si no lo apreciase a usted —dijo Dolli con los ojos llenos de lágrimas—, si no lo conociese como lo conozco...

El sentimiento que Lievin creía extinguido para siempre llenaba más que nunca su corazón.

—Sí, ahora lo comprendo todo —continuó Dolli—. Ustedes, los hombres, libres en la elección, pueden saber ciertamente a quién quieren; mientras que una joven debe esperar con la reserva impuesta a las mujeres. A ustedes les es difícil comprender esto, pero una muchacha puede hallarse en el caso de no saber qué contestar.

—Sí, cuando su corazón no habla.

—Y aunque su corazón hable. Reflexiónelo bien: usted, que tiene sus miras respecto a una joven, puede ir a casa de sus padres, acercarse a ella y observarla, y no pide su mano hasta que está seguro que lo agrada.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora