XXIII

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VRONSKI dio algunas vueltas de vals con Kiti, y esta fue después a reunirse con su madre; mas apenas hubo tenido tiempo de cambiar algunas palabras con la condesa de Nordston, cuando el joven conde se presentó de nuevo solicitándola para bailar la contradanza. Entonces hablaron a intervalos de Korsunski y de su esposa, a quienes Vronski calificaba de amables muchachos de cuarenta años; y de un teatro de sociedad que se organizaba. En un momento dado, no obstante, Vronski produjo cierta emoción en su pareja al preguntarle si Lievin estaba todavía en Moscú, y añadiendo que le agradaba mucho su persona. Kiti no había contado con la contradanza; lo que ella esperaba con ansiedad era mazurca, pues le parecía que durante la misma se debía resolver todo. Aunque Vronski no la hubiese invitado para bailar al terminar la contradanza, estaba segura de ser su pareja, como en todos los bailes anteriores, y tanto era así, que había rehusado cinco invitaciones, contestando que estaba comprometida.

Todo aquel baile, hasta el último rigodón, fue para Kiti como un sueño delicioso, lleno de flores, de alegres sonidos y de movimiento; no dejaba de bailar sino cuando le faltaban fuerzas, y entonces pedía un momento de reposo; pero en el último rigodón, siendo su pareja uno de esos jóvenes presumidos y petulantes que causan enojo, se halló frente a frente de Vronski y de Anna. Esta última, a la cual no se había acercado desde su entrada en el baile, se le apareció esta vez bajo un aspecto nuevo e inesperado, y Kiti creyó reconocer en ella los síntomas de una sobreexcitación que conocía por experiencia, pues era la del triunfo. Se hubiera dicho que Anna se había embriagado; Kiti sabía a qué atribuir aquella mirada brillante y animada, aquella sonrisa de felicidad, aquellos labios entreabiertos y los graciosos movimientos de Anna, llenos de encanto.

«¿Cuál es la causa, todos o solo uno?» Sin hacer caso alguno de su acompañante, le dejó que tratara inútilmente de reanudar el hilo de una conversación interrumpida; y sometiéndose de buen grado al parecer, a las ruidosas órdenes de Korsunski, que con sus señales indicaba cuándo se debía hacer el círculo y la cadena, observaba a Vronski y su pareja, y su corazón se oprimía cada vez más.

—«No —se decía—, no es la admiración de la multitud lo que la embriaga así, es la de una persona sola. ¿Quién puede ser? ¿Será él?»

Cada vez que Vronski dirigía la palabra a Anna, los ojos de esta parecían iluminarse y una sonrisa de felicidad entreabría sus sonrosados labios; se hubiera dicho que trataba de disimular su alegría, pero en su rostro se revelaba la dicha.

«¿Y él?», pensó Kiti. Al mirar a Vronski, tembló, pues la impresión que se reflejaba como en un espejo en el semblante de Anna era también visible en el suyo. ¿Dónde estaba esa sangre fría, ese aspecto de calma y ese rostro siempre sereno? Al hablar con Anna inclinaba la cabeza, como si hubiera querido prosternarse, y en sus ojos se leía una expresión a la vez humilde y tímida.

«No quiero ofenderla —decía su mirada—; pero desearía salvar mi corazón y no sé cómo.»

El diálogo versaba sobre las amistades en común, sobre nada en especial y, sin embargo, a cada palabra le parecía a Kiti que su suerte se decidía. Para ellos también, aunque hablaban del ridículo francés de Iván Ivánovich, y del casamiento de la señorita Yelétskaia, cada frase adquiría un valor particular, cuyo alcance comprendían tan bien como Kiti.

En el alma de la pobre niña se confundía todo como una bruma: el baile, la gente, la música y el movimiento; solamente se sostuvo por la fuerza de la educación, que la ayudó a cumplir con su deber, es decir, a bailar, a contestar a las preguntas que le dirigían, y aun a sonreírse; pero en el momento de organizarse la mazurca, y cuando se comenzó a colocar las sillas, mientras que todos salían de los salones pequeños para reunirse en el grande, Kiti se sintió acometida de un acceso de desesperación y de terror. Había rehusado la petición de cinco bailarines y no tenía pareja, ni era probable que la tuviese ya, porque sus triunfos en el mundo alejaban la idea de que no tuviese caballero. Hubiera debido decir a su madre que estaba indispuesta para salir del salón; mas no tuvo fuerza suficiente para ello, se sentía aniquilada.

Sin embargo, se trasladó a un saloncito y se dejó caer en un sofá; los pliegues vaporosos de su falda rodeaban como una nube su frágil talle; uno de los delicados brazos pendía sin fuerza, en parte oculto por los pliegues del vestido y la mano del otro agitaba nerviosamente un abanico para refrescar el rostro enardecido; pero aunque pareciese una linda mariposa posada en la flor y dispuesta a desplegar sus alas, la más espantosa desesperación martirizaba su alma.

«¡Tal vez me engañe y no exista todo eso!», se decía Kiti pensando en lo que había visto.

—¿Qué tienes, hija mía? —dijo la condesa de Nordston, que se había acercado sin que se oyeran sus pasos sobre la alfombra.

Los labios de Kiti se estremecieron y se levantó vivamente.

—¿No bailas la mazurca?

—No, no —contestó con voz temblorosa.

—La ha invitado delante de mí —dijo la condesa, sabiendo bien que Kiti comprendía de qué se trataba—; y Anna le preguntó que si no bailaba con la princesa Scherbátskaia.

—¡Todo me es igual! —contestó Kiti.

Solo ella sabía que la víspera un hombre a quien probablemente amaba había sido sacrificado por ella al ingrato Vronski.

La condesa fue a buscar a Korsunski, con quien había bailado la mazurca, y le recomendó que invitase a Kiti.

Por fortuna para la joven, no le fue preciso hablar, pues su caballero, en calidad de director, pasaba el tiempo corriendo de una parte a otra para arreglar las figuras. Vronski y Anna bailaban casi frente a ellos; Kiti los veía tan pronto de lejos como de cerca, cuando le llegaba su vez de bailar, y cuanto más los miraba, más se persuadía de su desgracia. Estaban solos a pesar de la multitud, y en el semblante de Vronski, por lo regular tan impasible, Kiti observó esa expresión singular de humildad y de temor que recuerda al perro inteligente cuando se cree culpable.

Anna sonreía, y el joven la imitaba; si reflexionaba al parecer, sus facciones tomaban una expresión seria. Una fuerza casi sobrenatural atraía las miradas de Kiti sobre Anna, que estaba deslumbradora con su vestido negro, sus hermosos brazos cubiertos de brazaletes, su bien torneado cuello adornado de perlas y su cabello negro rizado, seductor en su desorden. Los movimientos ligeros y graciosos de sus diminutos pies, su rostro lleno de animación; todo en ella, en fin, atraía las miradas; pero aquel encanto tenía algo de terrible y de cruel.

Kiti la admiraba más aún que antes, aunque su pena se acrecentaba; el dolor se retrataba en su rostro, y de tal manera se habían alterado sus facciones, que una vez, al pasar Vronski por su lado, no la reconoció al punto.

—¡Qué hermoso baile! —murmuró él, por decir alguna cosa.

—Sí —contestó Kiti.

A la mitad de la mazurca, en un paso inventado últimamente por Korsunski, Anna, saliendo del círculo, hubo de llamar a «dos caballeros y dos damas»; una de estas fue Kiti, que se acercó con cierta turbación; Anna, cerrando a medias los ojos, la miró y le estrechó la mano con una sonrisa; pero como observó al punto la expresión de triste sorpresa y desesperación con que Kiti contestaba, se volvió hacia la otra dama y le habló con tono animado.

«Sí —pensó Kiti—, hay en ella una seducción extraña, casi infernal.»

Anna no quería quedarse a cenar, y el dueño de la casa insistió.

—Quédese usted, Anna Arkádievna —le dijo Korsunski, cogiéndola del brazo. ¿No le agrada a usted el cotillón inventado por mí? ¡Un bijou!

Y trató de llevarla consigo, al ver que el dueño de la casa le incitaba con una sonrisa.

—No puedo permanecer aquí más tiempo —contestó Anna, sonriendo también; pero los dos hombres comprendieron por su tono que estaba resuelta a marcharse—. No —añadió—, porque he bailado esta noche más que durante todo el invierno en San Petersburgo.

Después se volvió hacia Vronski, que estaba a su lado, y le dijo:

—Es preciso descansar antes del viaje.

—¿Decididamente marchará usted mañana? —preguntó el joven.

—Pienso que sí —contestó Anna, como admirando el atrevimiento de aquella pregunta.

Mientras hablaba, el brillo de sus ojos y su sonrisa abrasaba el corazón de Vronski.

Anna marchó sin asistir a la cena.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora