XVI

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VRONSKI no había conocido nunca la vida familiar. Su madre, mujer de mundo, muy brillante en su juventud, había tenido durante su matrimonio, y sobre todo después, aventuras novelescas, de las cuales todo el mundo habló. Vronski no había conocido a su padre, y se educó en el cuerpo de pajes.

Terminados sus estudios de una manera brillante, y apenas salido del cuerpo con el grado de oficial, comenzó a frecuentar los círculos militares más elegantes de San Petersburgo. Se presentaba en sociedad de cuando en cuando, pero todas sus aventuras amorosas se encontraban fuera de esta esfera.

En Moscú fue donde experimentó por primera vez el encanto de la sociedad familiar y del trato con una joven distinguida, amable y cándida, de la cual comprendió que era amado. Este contraste con la vida lujosa, pero ruda, de San Petersburgo lo sedujo, y no pensó que pudieran tener inconvenientes sus relaciones con Kiti. En el baile, la sacaba a bailar, la visitaba en casa de sus padres, hablaba con ella de bagatelas, como se hace en sociedad; pero cuanto le decía hubiera podido ser escuchado por cualquiera; y, sin embargo, no se le ocultaba que sus palabras tomaban un sentido particular al dirigirlas a Kiti, estableciéndose así entre ellos un lazo que cada día le era más querido. Lejos de creer que semejante conducta pudiera calificarse de tentativa de seducción, sin idea de matrimonio, se imaginaba simplemente haber descubierto una nueva diversión, y se aprovechaba de ella.

¡Cuál hubiera sido su asombro al saber que ocasionaría un profundo pesar a Kiti no casándose con ella! Seguramente no lo habría creído. ¿Cómo admitiría que aquellas agradables relaciones pudiesen ser peligrosas, y sobre todo que lo obligaran a casarse? Jamás había tomado en consideración la posibilidad del matrimonio, no solamente no comprendía la vida en familia, sino que desde su punto de vista como célibe, esta última, y en particular el marido, eran cosas extrañas, y sobre todo ridículas. Aunque Vronski no sospechase en absoluto la conversación a que había dado lugar, salió de casa de los Scherbatski con la persuasión de haber consolidado más aún el misterioso lazo que le unía con Kiti, tan íntimo ya, que era preciso adoptar una resolución, aunque ignoraba cuál.

«Lo más gracioso y agradable es —se decía, al volver de casa de los Scherbatski, experimentando, como siempre, un sentimiento de pureza y frescura, debido en parte al hecho de que no había fumado durante toda la noche pero, fundamentalmente, a la dicha de sentirse amado por Kiti— que sin pronunciar una palabra ni uno ni otro, nos entendemos tan perfectamente en el mudo lenguaje de las miradas y de las entonaciones, que hoy he podido comprender muy bien que me amaba, tan claramente como si lo hubiera dicho. ¡Qué amable es, qué sencilla y, sobre todo, qué confiada! Esto me hace mejor de lo que soy, pues siento que en mí hay un corazón y alguna cosa de bueno. ¡Qué lindos son esos ojos enamorados! ¿Y después?... Nada... Esto me seduce y a ella también.»

Vronski reflexionó luego sobre lo que había de hacer para terminar la noche. «¿Iré al club —se preguntó— para beber un poco de champán con Ignátov? ¿Iré al Château des Fleurs, donde veré a Oblonski y me distraerá el canto y el cancán? No, esto sería enojoso. He aquí por qué me gusta ir a casa de los Scherbatski: me parece que soy mejor cuando salgo de allí. Volveré al hotel.» Así lo hizo, efectivamente, dirigiéndose a casa de Dussaux, donde tenía su habitación. Le sirvieron la cena, se desnudó y, apenas hubo apoyado la cabeza en la almohada, se durmió profundamente.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora