EL viento soplaba con fuerza, introduciéndose entre las ruedas; formaba torbellinos alrededor de los postes y cubría de nieve el tren y los viajeros. Algunas personas corrían acá y allá abriendo y cerrando las grandes puertas de la estación y conversando alegremente. Una sombra rozó el vestido de Anna, y esta oyó el ruido de un martillazo sobre el hierro.
—¡Que se envíe el telegrama! —gritaba una voz irritada al otro lado de la vía.
—Por aquí, al número veintiocho —vociferaban en otra parte.
Dos caballeros, con el cigarrillo en la boca, pasaron en aquel instante por delante de Anna; esta se disponía a subir de nuevo al coche después de respirar con fuerza, como para hacer provisión de aire fresco, y sacaba ya la mano de su manguito, cuando la luz vacilante del reverbero quedó interceptada por un hombre que, cubierto de un paletó de militar, se acercó a ella: era Vronski, a quien reconoció al punto.
El joven saludó, llevando la mano a la visera de su gorra, y preguntó respetuosamente a la viajera si podría serle útil en algo. Anna lo miró, sin poder contestarle al pronto; y aunque Vronski estaba en la sombra, creyó observar en sus ojos la expresión de admiración respetuosa que tanto llamara su atención la víspera. Muchas veces la dama se había repetido que Vronski no era para ella sino uno de esos jóvenes como los que se encuentran a centenares en el mundo, y en el cual no se permitiría pensar; pero al reconocerlo en aquel momento, experimentó una orgullosa alegría. Inútil era preguntarse por qué estaba allí; Anna sabía, con tanta seguridad como si él se lo hubiese dicho, que se hallaba allí solo por ella.
—Ignoraba que se propusiese usted ir a San Petersburgo —dijo Anna—. ¿Qué lo llama allí? —preguntó sin poder disimular la alegría que iluminó su semblante.
El viento amainó por un instante, pero enseguida volvió con más ímpetu, y parecía que no existiese fuerza capaz de oponerle resistencia.
Y dejó caer su mano, dispuesta a abrir la portezuela del coche.
—¿Por qué voy? —repitió Vronski, mirándola fijamente—. Bien sabe usted que solo voy por estar a su lado; no he podido hacer menos.
En aquel instante el viento, como si hubiese vencido todos los obstáculos, barrió la nieve del techo de los coches y agitó triunfalmente una plancha de cinc que acababa de desprender, mientras que el silbato de la locomotora producía un sonido plañidero y triste; jamás el horror de la tormenta había parecido tan hermoso a la bella Anna. Acababa de oír las palabras que temía su razón, pero que su corazón deseaba escuchar.
Guardó silencio, pero comprendía la lucha que en ella se empeñaba.
—Dispénseme usted si le disgusta lo que acabo de contestar —murmuró Vronski, humildemente.
Hablaba con el mayor respeto, pero con un tono tan determinado, que Anna estuvo mucho tiempo sin responder.
—Lo que usted ha dicho no está bien —replicó al fin—, y si se tiene por un caballero galante, debe olvidarlo, como yo lo olvidaré también.
—Yo no olvidaré, ni me será posible olvidar nunca, ninguno de los ademanes ni de las palabras de usted...
—Basta, basta —exclamó Anna, procurando inútilmente comunicar a su rostro, que el joven observaba con amor, una expresión de severidad.
Y apoyándose en el poste, franqueó rápidamente los peldaños de la pequeña plataforma y entró en el coche. Se detuvo junto a la portezuela, deseosa de recordar lo que acababa de ocurrir, mas no halló en su memoria las palabras pronunciadas entre los dos; solo comprendía que aquella conversación de pocos minutos los había acercado más; establecía como un lazo entre ella y el joven conde, y esto la espantaba, complaciéndola al mismo tiempo. A los pocos segundos, se adentró en el coche y fue a ocupar su asiento.
Su excitación nerviosa aumentaba cada vez más; le parecía que se iba a romper algo en su interior, y le era imposible dormir, pero su tensión de espíritu y sus meditaciones no tenían nada de penoso, semejándose más bien a una agradable perturbación.
Por la mañana se adormeció un poco; era muy entrado el día cuando despertó, y pudo reconocer que se acercaban a San Petersburgo. Entonces pensó en su esposo, en su hijo, en su casa y en todas las preocupaciones que la esperaba aquel día y los siguientes.
Apenas estuvo el tren en la estación, Anna bajó del coche, y el primer semblante conocido que vio fue el de su esposo. ¡Santo Dios!, «¿por qué se le han alargado tanto las orejas?», se dijo, al divisar el rostro frío, aunque distinguido, de su esposo, y observando el efecto que producían los cartílagos de aquellas orejas bajo las alas de su ancho sombrero redondo.
Al ver a su esposa, el señor Karenin se adelantó a su encuentro, mirándola fijamente, con expresión fatigada y una sonrisa irónica que le era peculiar.
Aquella mirada impresionó a Anna desagradablemente; le pareció que hallaba en su esposo otro hombre, y de su corazón se apoderó un sentimiento de pesar; no solamente estaba descontenta de sí misma, sino que se imaginaba reconocer cierta hipocresía en sus relaciones con Alexiéi Alexándrovich. La impresión no era nueva, pues ya la había experimentado otras veces, aunque sin darle importancia; entonces se la explicaba claramente y con sentimiento.
—Ya ves que soy un tierno esposo, como el primer día de nuestra unión —dijo Alexiéi Alexándrovich, con voz lenta y como cuchicheando, cual si quisiera ridiculizar a las personas que hablaban así—: Ardía en deseos de volver a verte.
—¿Cómo está Seriozha? —preguntó Anna.
—¿Es así como recompensas mi amor? —replicó Alexiéi Alexándrovich—. Está bien, muy bien.
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Ana Karenina (Vol. 1)
Ficción históricaAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...