LA herida de Vronski era peligrosa, aunque la bala no hubiese tocado el corazón; y así es que durante varios días estuvo entre la vida y la muerte. Cuando por primera vez se halló en disposición de hablar, su cuñada Varia estaba en la estancia.
—Varia —le dijo, mirándola con grave expresión—, me he herido involuntariamente; dilo así a todo el mundo, pues de lo contrario esto sería demasiado ridículo.
Varia se inclinó sobre Vronski y observó su rostro con satisfacción; los ojos del herido no indicaban ya fiebre, pero tenían una expresión severa.
—A Dios gracias —dijo Varia—, ¿No te duele?
—Me duele un poco este lado —contestó Vronski, señalando el pecho.
—Permíteme entonces cambiar el apósito.
—Ya sabes —dijo Vronski cuando hubo terminado— que no me acosa el delirio; ahora te ruego que procures que no se diga que he tratado de suicidarme.
—Nadie lo dice; pero confío que renunciarás a dispararte un tiro accidentalmente —dijo Varia, con una sonrisa interrogadora.
—Es probable; pero más hubiera valido...
Y sonrió con expresión sombría.
A pesar de estas palabras, cuando Vronski estuvo fuera de peligro, comprendió que se había librado de una parte de sus padecimientos. En cierto modo pensaba haber lavado con su sangre la vergüenza y la humillación, y en lo sucesivo podía pensar con calma en Alexiéi Alexándrovich, reconociendo su generosidad sin que su recuerdo le provocara humillación. Además, podría continuar su acostumbrada existencia, mirar a las personas de frente y atenerse de nuevo a los principios que siempre se impuso como guía de su conducta. Lo que no conseguía, a pesar de todos sus esfuerzos, era arrancarse del corazón el sentimiento de haber perdido a Anna para siempre, aunque estaba firmemente resuelto, ya que había redimido su falta para con Karenin, a no volver a interponerse entre la esposa arrepentida y su marido. Sin embargo, el sentimiento no se podía borrar, ni tampoco el recuerdo de los momentos felices, muy poco apreciados en otro tiempo, y cuyo encanto se le representaba sin cesar. Serpujovskói imaginó influir para que le confiaran una misión en Tashkent, y Vronski aceptó la proposición sin vacilar; pero cuanto más se acercaba el momento de la marcha, más cruel le parecía el sacrificio que hacía en aras del deber.
«Verla una vez más y morir», pensaba; y al hacer su visita a Betsi, le manifestó este deseo.
La princesa se constituyó desde luego en embajadora acerca de Anna, pero hubo de volver con una negativa.
«Mejor —pensó Vronski, al recibir tal respuesta—, porque esta debilidad me hubiera costado las pocas fuerzas que me quedan.»
A la mañana siguiente, Betsi llegó a casa de Vronski para anunciarle que había sabido por Oblonski que Alexiéi Alexándrovich consentía en el divorcio, y que, por tanto, nadie impediría ya a Vronski ver a Anna.
Sin pensar ya más en sus resoluciones, sin preguntar en qué momento podría verla ni dónde estaba su marido, olvidándose hasta de acompañar a Betsi, Vronski corrió a casa de los Karenin, subió de dos en dos los peldaños de la escalera, entró precipitadamente, cruzó casi corriendo toda la casa, penetró en la habitación de Anna y, sin preguntarse siquiera si podría detenerlo la presencia de un tercero, cogió a su amante entre los brazos y le cubrió de besos las manos, el rostro y el cuello.
Anna se había preparado a recibirlo, pensando lo que le diría; pero no tuvo tiempo de hablar, pues la pasión de Vronski lo dominaba todo; hubiera querido calmarlo a él y a sí misma, mas era imposible; sus labios temblaban, y durante largo tiempo no pudo hablar.
—¡Oh, me has conquistado y soy tuya! —exclamó al fin, oprimiendo la mano de Vronski contra su seno.
—Esto debía ser y será mientras vivamos; ahora lo sé.
—Es verdad —replicó Anna, palideciendo cada vez más, y rodeando con su brazo la cabeza de Vronski—; pero esto tiene algo de terrible después de lo que ha sucedido.
—¡Todo se olvidará, porque vamos a vivir felices! Si nuestro amor debiera ser más grande, lo sería porque tiene algo de terrible —dijo Vronski, mostrando sus blancos dientes al sonreír.
Anna no pudo evitar contestarle con una sonrisa —no fue la respuesta a sus palabras, sino a sus ojos llenos de amor, y cogiendo después su mano, se acarició con ella el rostro y su cabello cortado.
—Ya no te conozco con el cabello así —dijo Vronski—; pero siempre estás hermosa; pareces un muchacho. ¡Qué pálida estás!
—Sí, aún estoy muy débil —contestó Anna, cuyos labios temblaban.
—Iremos a Italia, allí te restablecerás.
—¿Es posible que podamos vivir como esposos, los dos solos? —preguntó Anna, mirando fijamente a su amante.
—Lo que yo extraño es que no haya sido siempre así.
—Karenin dice que consiente en todo, pero yo no acepto su generosidad —repuso Anna, con aire pensativo—; no quiero el divorcio, y solo me pregunto lo que decidirá sobre Seriozha.
Vronski no comprendía cómo en aquel primer momento en que volvían a reunirse, podía Anna pensar en su hijo y en el divorcio.
—No hables de eso, ni pienses tampoco en ello —dijo, acariciando con sus manos las de Anna, para llamar su atención, pero sin conseguirlo.
—¡Ah! ¿Por qué no habré muerto? ¡Esto hubiera sido mucho mejor!
Y aunque las lágrimas inundaban su rostro, trató de sonreír para no disgustar a su amante.
En otro tiempo, Vronski hubiera creído imposible sustraerse a la lisonjera y peligrosa misión de Tashkent, mas ahora la rehusó sin vacilar, y habiendo notado que su negativa era mal interpretada en las altas esferas, presentó su dimisión.
Un mes después, Alexiéi Alexándrovich se quedaba solo con su hijo, y Anna marchaba con Vronski al extranjero, rehusando el divorcio.
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Ana Karenina (Vol. 1)
Historical FictionAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...