II

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AL volver a su casa, Vronski encontró un billete de Anna, escrito en estos términos:

Estoy indispuesta y soy desgraciada; no puedo salir ni tampoco pasar más tiempo sin verte. Ven esta noche; Alexiéi estará en una reunión del consejo, de siete a diez.

Esta invitación, hecha a pesar de la prohibición terminante del marido, le pareció extraña; pero, finalmente, resolvió ir a ver a su amante.

Desde principio de invierno, Vronski era coronel; entonces abandonó el regimiento y quiso vivir solo. Cuando hubo acabado de almorzar, se recostó en el diván, y el recuerdo de las escenas de la víspera se relacionó de una manera singular en su espíritu con el de Anna y el de un campesino que acertó a encontrar en la cacería; al fin se durmió, y, al despertar, vio que ya era de noche, por lo cual encendió una bujía, dominado por una impresión de terror que no podía explicarse. «¿Qué me ha sucedido? —se preguntó—. ¿Qué he visto yo de terrible en sueños? Sí, sí, el campesino, un hombrecillo sucio y de espesa barba; tenía el cuerpo inclinado hacia no sé qué, pronunciando en francés palabras extrañas. No he soñado otra cosa, ni me explico mi espanto.» No obstante, al acordarse del campesino y de sus palabras incomprensibles, se estremeció de pies a cabeza. «¡Qué locura!», pensó. Y sacando su reloj para mirar la hora vio que eran las ocho y media; llamó a su criado, se vistió rápidamente, salió, y olvidó completamente su sueño preocupado de su retraso.

Al acercarse a casa de Karenin, miró de nuevo su reloj, eran las nueve menos diez. A la puerta vio un coche tirado por dos caballos grises; era el coche de Anna.

«Sin duda quiere ir a verme —se dijo—; más vale así, porque aborrezco esta casa; pero no quiero que se crea que me oculto.» Y con la sangre fría de un hombre acostumbrado desde la infancia a no inquietarse por nada, saltó de su trineo y se introdujo en el zaguán. La puerta se abrió y el portero hizo avanzar el coche. Por poco observador que fuese Vronski, la expresión de asombro del portero llamó su atención, pero siguió avanzando, y fue a tropezar casi con Alexiéi Alexándrovich. La luz de un mechero de gas que había a la entrada del vestíbulo iluminó de lleno su rostro pálido, de expresión fatigada; llevaba sombrero negro y su corbata blanca resaltaba bajo el cuello de pieles. La mirada lúgubre de Karenin se fijó en Vronski; este saludó, y Alexiéi, oprimiendo los labios, acercó la mano a su sombrero y siguió adelante. Vronski lo vio subir al coche sin volver la cabeza, tomar por la portezuela el abrigo y los gemelos que le daba el portero y desaparecer.

«¡Qué situación! —pensó Vronski, entrando en la antecámara con los ojos brillantes de cólera—. Si quisiera, al menos, defender su honor, podría obrar, traducir mis sentimientos de un modo cualquiera; pero esa debilidad, esa cobardía... Parece que vengo a engañarlo, y yo no quiero esto.»

Desde la explicación que tuvo con Anna en el jardín Wrede las ideas de Vronski habían cambiado mucho; renunciando a sueños de ambición incompatibles con su posición irregular, y no creyendo ya en la posibilidad de un rompimiento, se había dejado dominar por las debilidades de su amante y por los sentimientos que esta le inspiraba. En cuanto a la señora de Karenin, después de entregarse, nada esperaba del porvenir, como no fuere por parte de Vronski. Al franquear la antecámara, el conde oyó pasos que se alejaban, y comprendió que Anna volvía al salón, después de estar acechando el momento de su llegada.

—No —exclamó al verlo entrar—, esto no puede seguir así.

Y al oír su propia voz, se le llenaron sus ojos de lágrimas.

—¿Qué ocurre, amiga mía?

—Que estoy esperando hace ya dos horas; pero no, no quiero disputar; si no has venido será porque algo te lo impedía. ¡No te reñiré más!

Y apoyando ambas manos en sus hombros, fijó en él una mirada profunda y cariñosa, casi interrogadora; lo miraba como para desquitarse del tiempo que había pasado sin verlo, comparando, como siempre, la impresión del momento con los recuerdos que de él conservaba, y reconociendo, como siempre, que la imaginación predominaba sobre la realidad.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora