XII

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EL debate sobre la emancipación de las mujeres ofrecía puntos demasiado espinosos para tratarlos delante de las damas, y, por tanto, cesó muy pronto; mas apenas terminada la comida, Pestsov entabló un diálogo con Alexiéi Alexándrovich para explicarle la cuestión desde el punto de vista de la desigualdad de los derechos entre esposos en el matrimonio. Según él, la causa principal de esta desigualdad consistía en la diferencia establecida por la ley y por la opinión pública entre la infidelidad de la mujer y del esposo.

Stepán Arkádich ofreció precipitadamente un cigarro a Karenin.

—No —contestó este con la mayor tranquilidad—; no fumo.

Y como para probar que no temía al diálogo, se volvió hacia Pestsov y le dijo con una sonrisa glacial:

—Esa desigualdad estriba, a mi modo de ver, en el fondo mismo de la cuestión.

Y se dirigió al salón; pero Turovtsin lo interpeló al paso:

—¿Ha oído usted referir —le preguntó, animado por el champaña y deseoso de romper el silencio— lo de la cuestión de Vasia Priáchnikov? Me han dicho esta mañana —añadió con su franca sonrisa— que se había batido en Tver con Kvitski y que lo dejó sin vida en el terreno.

La conversación giraba aquel día fatalmente, de modo que Alexiéi Alexándrovich pudiera resentirse; Oblonski se dio cuenta al punto y quiso llevarse fuera a su cuñado.

—¿Por qué se ha batido? —preguntó Karenin, sin notar, al parecer, los esfuerzos de Oblonski para distraer su atención.

—A causa de su esposa; y se ha conducido valerosamente, pues provocó a su rival y lo mató.

—¡Ah! —exclamó Alexiéi Alexándrovich con expresión indiferente, y salió de la habitación.

Dolli lo esperaba en un saloncito de paso, y le dijo, sonriendo con timidez:

—¡Cuánto me alegro de que haya usted venido! Necesito hablarle; sentémonos aquí.

Alexiéi Alexándrovich obedeció, conservando su aire de indiferencia, que le daban las cejas un poco levantadas; se sentó al lado de Dolli y sonrió forzosamente.

—Complazco a usted con tanta mejor gana —dijo— cuanto que por mi parte debo excusarme, pues me es preciso marchar mañana mismo.

Daria Alexándrovna, firmemente convencida de la inocencia de Anna, palidecía y temblaba de cólera ante aquel hombre insensible y glacial, que se disponía fríamente a destruir a su inocente amiga.

—Alexiéi Alexándrovich —dijo, reuniendo todas sus fuerzas para mirarlo de frente con el valor de la desesperación—, le he preguntado a usted por Anna y no me ha dicho aún cómo está.

—Pienso que está bien, Daria Alexándrovna —contestó Karenin sin mirarla.

—Dispense usted si insisto, sin derecho para ello; pero amo a mi amiga como a una hermana, y le conjuro a que me diga qué ocurre entre ustedes y de qué la acusa usted.

Karenin frunció el entrecejo e inclinó la cabeza, cerrando casi los ojos.

—Supongo —repuso— que su esposo habrá manifestado a usted las razones que me obligan a romper con Anna Arkádievna.

—No creo ni creeré nunca en todo eso —murmuró Dolli, oprimiendo con fuerza sus enflaquecidas manos.

Y levantándose vivamente, tocó el brazo de Alexiéi Alexándrovich, y le dijo:

—Aquí nos molestarían; pasemos a otra habitación.

La emoción de Dolli se comunicaba a Karenin, que, levantándose al punto, siguió a su interlocutora hasta el cuarto de estudios de niños, donde ambos se sentaron ante una mesa cubierta de un hule, cortado en varios sitios.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora