XIII

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DESPUÉS de comer, y a la entrada de la noche, Kiti experimentó una impresión análoga a la que debe de sentir un joven en la víspera de un primer lance de honor: su corazón latía con violencia y le era imposible coordinar sus ideas.

Aquella noche en que «ellos» se encontrarían por primera vez, decidiría su suerte; Kiti lo pensaba así, y en su imaginación creía verlo tan pronto a su lado como lejos. Al pensar en el tiempo pasado, se fijaba con placer, casi con ternura, en los recuerdos que se referían a Lievin, y todo le comunicaba un encanto poético: la amistad que le unía con su hermano, muerto ya, y sus relaciones de la infancia; le era grato pensar en él y decirse que lo amaba, pues Kiti no dudaba de su amor, y se enorgullecía de él. Hasta experimentaba cierto malestar cuando pensaba en Vronski, pareciéndole ver en sus relaciones algo falso, porque poseía en alto grado la calma y la sangre fría de un hombre de mundo, manteniéndose siempre igualmente amable y natural. Todo era claro y sencillo en sus relaciones con Lievin; pero mientras que Vronski le presentaba perspectivas deslumbradoras y un porvenir brillante, el que le ofrecía Lievin quedaba oscurecido entre la bruma. Después de comer, Kiti subió a su cuarto para vestirse. De pie ante su espejo, se convenció de que era una belleza, y, cosa importante aquella noche, que disponía de todas las fuerzas, porque estaba tranquila y en plena posesión de sí misma.

Cuando bajaba al salón, a eso de las siete y media, un criado anunció:

—Konstantín Dmítrich Lievin.

La princesa estaba todavía en su cuarto y el príncipe no había llegado aún. «Ya está aquí», pensó Kiti, y toda su sangre afluyó a su corazón. Al pasar por delante de un espejo, se asustó de su palidez.

Ya no podía dudar que Lievin había venido temprano para encontrarla a solas y declararse; y la situación se le apareció por primera vez bajo un nuevo aspecto; no se trataba de ella sola ni de saber con quién sería feliz y a quién debía dar la preferencia; comprendió que sería preciso zaherir el amor propio de un hombre a quien amaba y ofenderlo cruelmente. ¿Y por qué? Porque el pobre muchacho estaba enamorado de ella; pero Kiti no podía hacer nada.

«¡Dios mío!, ¿es posible que haya de hablarle yo misma —se preguntaba Kiti— y que deba decirle que no lo amo? Esto no es verdad; pero ¿le diré que amo a otro? Es imposible. Huiré, sí, huiré.»

Ya se acercaba a la puerta cuando oyó los pasos de Lievin: «No —se dijo—; no estaría bien que me fuera. ¿De qué he de tener miedo? Yo no he hecho daño a nadie; y suceda lo que quiera, diré la verdad. Con él no debo inquietarme... Ahí está» —añadió mentalmente al verlo aparecer, con sus robustas formas y sus ojos brillantes, pero siempre tímido.

Kiti lo miró fijamente, con una expresión que parecía implorar su auxilio, y le ofreció la mano.

—Me parece que he venido demasiado pronto —dijo Lievin, pasando su mirada por el salón vacío. Y comprendiendo que no se había defraudado su esperanza y que nada le impedía hablar, se oscureció su frente.

—¡Oh, no! —contestó Kiti, sentándose cerca de la mesa.

—Precisamente yo lo deseaba así, a fin de encontrar a usted sola —comenzó a decir Lievin, sin sentarse y sin mirar a la joven, a fin de no perder su ánimo.

—Pronto vendrá mamá —contestó Kiti—; ayer se cansó mucho, y...

La joven hablaba sin darse cuenta de lo que decía, y mirando siempre a su interlocutor con expresión suplicante y cariñosa.

Lievin se volvió hacia ella, y esto la hizo ruborizarse.

—Manifesté a usted ayer —dijo— que ignoraba si permanecería aquí largo tiempo, y que esto dependía de usted.

Kiti inclinó la cabeza cada vez más; no sabiendo qué contestar a lo que iba a decirle.

—Que esto dependía de usted... —repitió Lievin—. Quería decir..., decir..., para eso he venido..., que... ¿Consentiría usted en ser mi mujer? —murmuró sin saber lo que decía, aunque con la idea de haber dado el paso más difícil. Hecha esta pregunta, se detuvo y miró a la joven.

Kiti no levantó la cabeza; respiraba fatigosamente y su corazón rebosaba de contento; jamás había creído que aquella declaración amorosa pudiera causarle una impresión tan viva; pero fue instantánea. Kiti se acordó de Vronski, y fijando en Lievin su mirada sincera y limpia, le contestó con acento breve, a pesar de su expresión desesperada:

—No puede ser... Perdóneme.

¡Qué cerca de él estaba y qué necesaria era para su vida! ¡Cuánto se alejaba de improviso y hasta qué punto se convertía para él en una extraña, en un ser inalcanzable!

—No podía ser de otro modo —replicó sin mirarla. Y saludándola, quiso alejarse.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora