TODO acabó al fin, ¡a Dios gracias!, pensó Anna, después de despedirse de su hermano, que había ocupado con su persona la entrada del coche hasta que hicieron la tercera señal. La hermosa dama fue a sentarse al lado de Ánnushka, la doncella, en el pequeño diván, y examinó el compartimiento, débilmente iluminado. «A Dios gracias —se dijo—, mañana volveré a ver a mi hijo y a Alexiéi Alexándrovich, y mi vida volverá a ser la misma de antes.»
Con esa necesidad de agitarse de que estuvo dominada todo el día, Anna hizo minuciosamente sus preparativos para la noche; con sus lindas manos sacó del maletín una almohada, la puso sobre sus rodillas y se tapó los pies. Una dama enferma arreglaba ya también sus cosas; otras dos entablaron conversación con Anna; y una vieja, rodeando sus piernas con una manta, hizo varias observaciones críticas sobre la calefacción. Anna contestó a lo que le dijeron; pero como no tenía interés alguno en la conversación, pidió a su camarera la linterna de viaje, la fijó en el respaldo de su asiento y tomó de su saco una novela inglesa y una plegadera. Al principio le fue difícil leer, porque a cada momento pasaba alguien junto a ella, pero cuando el tren se puso en movimiento, escuchó involuntariamente los ruidos exteriores: la nieve que azotaba los vidrios, el conductor que pasaba, completamente cubierto de blancos copos; la conversación de sus compañeras de viaje, que hablaban de la tempestad que reinaba; todo, en fin, era para Anna un motivo de distracción. Después siguió algo más monótono; siempre las mismas sacudidas y el mismo ruido, la misma nieve en la ventanilla e iguales cambios bruscos de temperatura, del calor al frío y viceversa; los mismos semblantes y las mismas voces. Anna consiguió al fin leer y comprender lo que leía, mientras su camarera dormitaba ya, con el saco sobre las rodillas, sostenido por sus gruesas manos, revestidas de guantes de abrigo. Sin embargo, la lectura no la inducía a interesarse en la vida de otro; esto le era intolerable, porque necesitaba demasiado vivir para sí misma. Si la heroína de su novela cuidaba a un enfermo, a Anna le hubiera gustado moverse con los pasos silenciosos por el cuarto del paciente. Si un diputado del parlamento pronunciaba su discurso, Anna deseaba hallarse en su lugar. Si lady Mary montaba a caballo y admirando al mundo por su audacia, Anna deseaba hacer lo mismo. Pero no había nada que hacer, sus pequeñas manos atormentaban impacientemente la plegadera, Anna se esforzaba por seguir leyendo.
El héroe de su novela llegaba al fin al apogeo de su dicha inglesa, por haber adquirido un título de barón y algunas tierras; Anna hubiera querido marchar a su posesión, más le pareció de pronto que en esto habría algo vergonzoso para el favorecido, y para ella también. «Pero ¿de qué podría avergonzarme yo?», se preguntó la dama, apoyándose en el respaldo de su asiento y oprimiendo la plegadera. Anna evocó todos sus recuerdos de Moscú, que eran tan buenos y agradables; pensó en el baile, en Vronski, en sus relaciones con él, en su expresión enamorada. ¿Había en esto cosa alguna de la que pudiera ruborizarse? Seguramente que no, y, sin embargo, en vano pugnaba por desechar un sentimiento de vergüenza al evocar este último recuerdo, pareciéndole que una voz interior le repetía: «¡Caliente, caliente, muy caliente!», cada vez que pensaba en Vronski. «¿Qué significa esto? —se preguntó, agitándose en su asiento con violencia—. ¿No me será dado hacer nada frente a mis recuerdos? ¿Puede existir algo de común entre ese joven oficial y yo, como no sean las relaciones que se tienen con todo el mundo?» Anna sonrió con desdén, y cogió de nuevo su libro; pero decididamente no le era posible comprender lo que leía. Con la punta del cuchillo comenzó a frotar el vidrio del coche para pasar después la fría superficie por su mejilla abrasada, mientras se reía casi en voz alta. Entonces reconoció que sus nervios se irritaban cada vez más, que sus ojos se abrían desmesuradamente y que sus dedos se crispaban, pareciéndole que la oprimía una sofocación; las imágenes y los sonidos adquirían una importancia exagerada en la semioscuridad del coche, tanto que la dama se preguntó si avanzaban o retrocedían, o si el tren estaba parado. Poseída del temor de que la sobrecogiese un estado de atonía, y comprendiendo que aún le era dado resistir por la fuerza de la voluntad, se levantó, se despojó de su abrigo y de su cuello de pieles, y creyó sentir alivio. Un hombre alto y seco entró en aquel instante; en él reconoció al encargado de los calentadores; lo vio mirar el termómetro y observó cómo el viento y la nieve se introducían en el coche; después, todo se volvió a confundir para ella. De allí a poco, Anna creyó oír un ruido extraño, como de algo que se desgarrase rechinando, pareciéndole ver un hierro enrojecido que brillaba y desaparecía detrás de una pared, y de pronto se le figuró que caía en un foso.
Todas estas sensaciones eran más divertidas que pavorosas. La voz del hombre cubierto de pieles pronunció un nombre a su oído; Anna se levantó, y entonces pudo comprender que llegaban a una estación y que aquel individuo era el conductor. Al punto pidió su chal y sus pieles, se las puso y se dirigió hacia la puerta.
—¿La señora quiere salir? —preguntó Ánnushka.
—Sí, necesito respirar; aquí hace mucho calor.
Y abrió la portezuela.
La nieve y el viento le cerraron el paso, lo cual le pareció divertido; pero sujetándose el vestido con una mano y cogiéndose con la otra a un poste, bajó al andén.
Una vez preservada por los coches, se serenó un poco, y con verdadero placer aspiró el aire frío de aquella noche tempestuosa. En pie junto al tren, miró a su alrededor el suelo cubierto de nieve y la estación brillante de luces.
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Ana Karenina (Vol. 1)
Historical FictionAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...