IV

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EL asunto de interés personal en que estaba pensando Lievin durante la conversación con su hermano fue el siguiente. El año anterior Lievin se había encolerizado un día con su intendente en ocasión de estar los trabajadores ocupados en la siega, y para calmarse cogió la guadaña de un campesino y comenzó a trabajar. La operación lo divirtió tanto que la repitió después varias veces, segó por su mano el prado que se extendía delante de su casa, y se prometió ocuparse el año siguiente en este trabajo días enteros con los campesinos.

Desde la llegada de Serguiéi Ivánovich se preguntaba si podría realizar su proyecto; lo avergonzaba abandonar a su hermano durante todo un día, y también temía un poco sus bromas. Mientras atravesaba la pradera, recordó las impresiones del año anterior, y estaba casi decidido a segar. Después de la violenta conversación con su hermano, Lievin volvió a pensar en su decisión.

«Necesito de todo punto un ejercicio violento —pensó—, porque si no lo practico llegaré a tener un carácter intratable; arrostraré la vergüenza que puedan causarme las observaciones de mi hermano y de mi gente.»

Aquella misma noche, al dar sus órdenes para los trabajos del día siguiente, Lievin, disimulando su confusión, dijo al intendente:

—Envíe usted mañana mi guadaña a Tit para afilarla, porque tal vez trabajaré un poco.

—Está bien —contestó el intendente, sonriendo.

Más tarde, al tomar el té, Lievin dijo a su hermano:

—Decididamente tenemos buen tiempo fijo; mañana segaré.

—A mí me gusta mucho ese trabajo —dijo Serguiéi Ivánovich.

—Yo soy en extremo aficionado —repuso Lievin—; el año último lo practiqué y mañana quiero ocuparme todo el día.

Serguiéi Ivánovich levantó la cabeza y miró a su hermano con asombro.

—¿Cómo? ¿Vas a trabajar todo el día como un jornalero?

—Sí, es muy divertido.

—Convengo en que es un excelente ejercicio físico; pero ¿podrás soportar semejante fatiga? —preguntó Serguiéi, sin ninguna intención irónica.

—Ya lo he probado: al principio es algo duro, pero después agrada; creo que llegaré hasta el fin.

—Pero ¿con qué ojos verán eso los jornaleros? ¿No temes que ridiculicen las «manías» del amo? ¿Y cómo te arreglarás para comer? Supongo que no tratas de que lleven allí una botella de burdeos y un capón asado.

—Volveré a casa mientras los hombres descansan.

A la mañana siguiente, aunque se levantó más temprano que de costumbre, Lievin encontró ya varios segadores trabajando cuando llegó a la pradera, que se extendía al pie de la colina y en la cual se veían las líneas de hierbas ya cortadas y los montoncitos formados por las ropas de los trabajadores. Estos últimos avanzaban lentamente unos tras otros sobre el suelo desigual; Lievin contó cuarenta y dos hombres, y pudo distinguir entre ellos algunos conocidos: el anciano Yermil, con su camisa muy blanca y algo encorvado, y el joven Vásika, en otro tiempo su cochero.

También estaba allí Tit, su maestro, un hombre muy enjuto que manejaba la guadaña con suma facilidad.

Lievin se apeó, ató el caballo a un árbol y se acercó a Tit, que sacando una guadaña oculta detrás de un matorral, se la presentó al punto.

—Ya está bien afilada, señor —dijo—; es una navaja de afeitar, que siega por sí sola.

Lievin cogió el instrumento. Los segadores, después de haber terminado su línea, volvían bañados de sudor, pero alegres y contentos; todos saludaban al amo con una sonrisa, y ninguno se atrevió a decir nada hasta que un anciano, que vestía un chaquetón de piel de camero, exclamó:

—Atención, señor; cuando se comienza una faena es preciso concluirla.

Lievin creyó oír una risa ahogada entre los segadores.

—Trataré de que nadie me adelante —contestó, colocándose detrás de Tit.

La hierba era corta y dura; Lievin no había segado hacía largo tiempo, y perturbado por las miradas fijas en él, comenzó mal, aunque manejaba la guadaña vigorosamente.

Dos veces dijeron detrás de él:

—Ha cogido mal el mango y tiene la guadaña muy alta; mira cómo se encorva.

—Se ha de apoyar más en el talón.

—No está mal —dijo el anciano—; vamos, ya adelanta, pero se cansará pronto. En otro tiempo habríamos recibido golpes si hubiésemos hecho un trabajo como ese.

La hierba comenzaba a ser más suave, y Lievin, escuchando las observaciones sin contestar, seguía a Tit; así recorrieron unos cien pasos, y el campesino avanzaba sin detenerse; pero Lievin se cansaba, temiendo no poder llegar hasta el fin, y ya iba a decir a Tit que se detuviera, cuando este lo hizo de por sí, e inclinándose para coger un puñado de hierba, comenzó a limpiar la guadaña. Lievin se enderezó, dirigiendo una mirada en torno suyo y dejando escapar un suspiro de desahogo.

Al comenzar la siega de una segunda línea, sucedió lo mismo; Tit avanzaba un paso de cada golpe, y Lievin, que iba detrás, no quería que lo adelantasen; pero en el instante en que el esfuerzo era tal que creía agotadas sus fuerzas, Tit se detenía para afilar su instrumento.

Lievin no deseaba otra cosa sino llegar al término de su faena tan pronto como los demás; solo oía el ruido de las hoces tras sí, y no veía más que a Tit, siempre delante, y el semicírculo descrito por aquellas en las hierbas. De repente experimentó una agradable sensación de frescura en la espalda, y al mirar al cielo fijó su atención en una inmensa nube negra y vio que llovía. Algunos jornaleros habían ido a buscar su ropa, mientras que otros, imitando a Lievin, recibían con gusto la lluvia.

El trabajo avanzaba, y Konstantín, sin echar de ver cómo pasaban las horas, se complacía en su trabajo; se hallaba en un estado inconsciente en que, libre y sin preocupaciones, olvidaba del todo lo que hacía, aunque su trabajo valiese en aquel momento tanto como el de Tit.

Sin embargo, este último se había acercado al segador viejo y examinaba el sol.

—¿Por qué no continuamos? —preguntó Lievin, sin reflexionar que los jornaleros trabajaban sin descanso hacía cuatro horas y que era tiempo de almorzar.

—Es preciso tomar un refrigerio, señor —dijo el anciano.

—¿Tan tarde es? En tal caso, almorcemos.

Lievin entregó la guadaña a Tit, y cruzando con los campesinos el considerable espacio en que se había segado la hierba, fue a buscar su caballo, mientras que los hombres se disponían a comenzar su almuerzo. Lievin observó entonces que no había calculado bien el tiempo y que su heno se mojaría.

—Se echará a perder —dijo.

—No tenga usted cuidado señor —dijo el viejo—; esta lluvia no perjudicará a la siega.

Lievin desató su caballo y volvió a casa para tomar el café. Serguiéi Ivánovich acababa de levantarse, y antes que se hubiera vestido para pasar al comedor, Konstantín estaba ya en el prado.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora