XIX

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CUANDO Anna entró, Dolli estaba sentada en su gabinete, ocupada en hacer leer en francés a un rollizo muchacho de cabello rubio, vivo retrato de su padre.

El chico leía tratando de arrancar de su chaqueta un botón que apenas se sostenía; su madre le había reñido varias veces, pero la manecita volvía siempre a dar tormento al pobre botón; y, al fin, fue preciso arrancarlo del todo y guardarlo.

—¡Quietas las manos, Grisha! —decía la madre.

Y cogió una colcha de punto a medio hacer, obra en que se ocupaba hacía largo tiempo y que no proseguía sino en circunstancias difíciles; en aquel momento trabajaba con afán y como si estuviese nerviosa, contando los puntos rápidamente. Aunque hubiese dicho la víspera a su esposo que le importaba poco la llegada de su hermana, no por eso había dejado de prepararlo todo para recibirla.

Absorta, aniquilada por su dolor, Dolli no podía olvidar, sin embargo, que Anna era esposa de un personaje oficial importante y, por tanto, una gran dama de San Petersburgo.

«Al fin y al cabo —se decía—, Anna no es culpable; todo cuanto de ella sé la favorece, y nuestras relaciones han sido siempre amistosas.» El recuerdo que conservaba del interior de los Karenin en San Petersburgo no le era, sin embargo, agradable, pues había creído observar algo falso en su género de vida.

«Mas ¿por qué no he de verla? —pensaba Dolli—. ¡Con tal que no se mezcle en nuestros asuntos para consolarme! Conozco muy bien esas resignaciones y consuelos cristianos, y sé lo que valen.»

Dolli había pasado aquellos últimos días sola con sus hijos; no quería hablar de sus penas a nadie, y no se sentía con fuerzas para hablar de cosas indiferentes; pero ahora debería confiar sus cuitas a Anna; y tan pronto se alegraba de poder desahogar al fin su corazón como se afligía al pensar en aquella humillación ante su hermana, de la cual debería escuchar los razonamientos y consejos.

A cada momento esperaba ver entrar a su cuñada, y seguía con la vista el péndulo; pero como sucede a menudo en semejantes casos, se absorbió y no oyó la campanilla; de modo que cuando unos ligeros pasos y el roce de un vestido junto a la puerta llamaron su atención, su rostro cansado expresó asombro y no placer.

—¿Cómo! ¿Ya estás aquí? —exclamó, corriendo a su encuentro para abrazarla.

—Dolli, me alegro mucho de verte.

—Y yo también —contestó Dolli con una ligera sonrisa, tratando de adivinar por la expresión del rostro de Anna si habría averiguado algo. «Todo lo sabe», pensó al observar el aire compasivo que manifestaban sus facciones—. Ven y te conduciré a tu estancia —añadió, tratando de alejar el momento de la explicación.

—¿Ese es Grisha? —preguntó Anna, besando al niño, sin separar la vista de Dolli—. ¡Cómo ha crecido! —y después de un momento de pausa, dijo a su cuñada, ruborizándose—: Permíteme permanecer aquí.

Se despojó de su chal, y moviendo con gracia la cabeza, separó los rizos de su cabello negro, que se habían enredado con el sombrero.

—Tú rebosas de dicha y de salud —dijo Dolli, casi con envidia.

—Sí —replicó Anna—; pero ¿esa es Tania, que tiene los mismos años que mi pequeño Seriozha? —preguntó de pronto volviéndose hacia una niña que acababa de entrar corriendo y a la cual besó cariñosamente—. ¡Qué hermosa criatura! —exclamó—. ¡Vamos, enséñamelos todos!

No solo recordaba el nombre y la edad de los niños, sino también su carácter y sus ligeras dolencias. Dolli se conmovió.

—Pues bien —repuso—, vamos a verlos; pero Vasia duerme.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora