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ES un poco picante, pero tan singular, que siento deseos de referírselo a usted —dijo Vronski, mirando los animados ojos de su prima—; por lo demás, no citaré nombre alguno.

—Mejor, yo lo adivinaré.

—Escuche usted, pues: dos jóvenes muy alegres...

—Sin duda dos oficiales del regimiento de usted.

—Yo no he dicho que fuesen oficiales, y sí solo jóvenes que habían almorzado bien.

—Diremos que se habían achispado.

—Es posible... Los dos van a comer a casa de un compañero, y en el camino encuentran a una dama que iba en su coche, y la cual se sonríe al pasar por delante de ellos, volviendo después la cabeza para mirarlos; la persiguen al galope, y con gran asombro ven que el vehículo se detiene precisamente delante de la casa adonde ellos se dirigen; la dama sube al piso superior, y solo ven sus frescos labios bajo el velo, y sus piececitos admirables.

—Habla usted con una animación que me haría creer que era uno de los actores.

—Los dos jóvenes suben a casa de su compañero, que daba un banquete de despedida, y este los obliga tal vez a beber un poco más de lo que debían. Interrogan a su amigo sobre los inquilinos de la casa, pero no sabe nada; solo el criado puede satisfacer su curiosidad. «¿Hayseñoritas arriba?», le preguntan. «Hay muchas», se les contesta. Después de comer, los jóvenes pasan al despacho de su amigo y escriben a su desconocida una carta llena de promesas de amor, subiéndola ellos mismos a fin de explicar cualquier punto oscuro.

—¿Por qué me refiere usted semejantes horrores? ¿Y qué más?

—Los jóvenes llaman, la criada les abre la puerta y entregan su carta, afirmando que están dispuestos a morir allí; la sirvienta, muy asombrada, quiere parlamentar; pero en el mismo instante se presenta un caballero, rojo como un cangrejo cocido, con patillas en forma de chuletas, que despide a los visitantes sin cumplimiento alguno, declarando que en la habitación no hay nadie más que su mujer.

—¿Cómo sabe usted que el buen hombre tenía patillas en forma de chuleta?

—Va usted a saberlo. Hoy he querido firmar la paz.

—¿Y qué ha sucedido?

—Esto es lo más curioso del incidente: resulta que esa feliz pareja es la de un consejero y una consejera titular; el primero ha presentado una queja, y he debido intervenir como mediador. ¡Vaya un mediador! Talleyrand no era nada comparado conmigo.

—¿Qué dificultades ha debido usted vencer?

—Voy a decírselo. Hemos comenzado por excusarnos lo mejor posible, como convenía, diciendo: «Sentimos muy de veras esta enojosa equivocación.» El consejero titular parece suavizarse, pero se empeña en expresar sus impresiones; entonces se encoleriza de pronto, deja escapar algunas palabrotas, y entonces me veo en la precisión de apelar a los medios diplomáticos. «Convengo en que su conducta ha sido deplorable —digo a mi hombre—; pero advierta usted que se trata de una equivocación; son jóvenes y acababan de comer bien... Ya comprenderá usted. Ahora se arrepienten con toda sinceridad, y le ruegan que les dispense su error.» El consejero se dulcifica más aún. «Convengo en ello —replica mi interlocutor—, y estoy dispuesto a perdonar, señor conde; pero ya comprenderá usted que mi esposa, una mujer honesta, ha estado expuesta a las persecuciones, groserías e insultos de dos calaveras... Como estos se hallaban presentes, me es preciso calmarlos a su vez, sirviéndome otra vez de la diplomacia; pero cada vez que la cuestión está a punto de arreglarse, mi consejero titular se encoleriza de nuevo, sus patillas se mueven otra vez, y no sé ya cómo salir del paso.»

—¡Ah, amiga mía, es preciso que le cuente esto! —dice Betsi a una dama que entraba en su palco—. Aseguro a usted que me he divertido mucho. ¡Vamos, buena suerte! —añadió, ofreciendo a Vronski los dedos que el abanico le dejaba libres; y después de hacer un movimiento de hombros para descubrir mejor su desnudez, se volvio a sentar en la delantera de su palco, en el sitio en que mejor se la pudiera ver.

Vronski se fue al Teatro Francés para buscar al coronel de su regimiento, que no faltaba una sola noche, pues quería hablarle de la obra de pacificación que hacía tres días lo ocupaba, proporcionándole no poca diversión. Los héroes de esta historia eran Petritski y un joven príncipe Kiédrov, gallardo mancebo que acababa de ingresar en el regimiento; y se trataba principalmente de los intereses del regimiento, pues ambos jóvenes formaban parte del escuadrón de Vronski.

Wenden, el consejero titular, había presentado queja al coronel contra sus oficiales por haber injuriado a su esposa, que, casada hacia medio año apenas y en estado interesante, había ido con su madre a la iglesia, donde, sintiéndose indispuesta, tomó el primer coche que pasó para volver cuanto antes a su casa. Los oficiales la habían perseguido; la dama se sintió peor por la emoción, y subió la escalera precipitadamente. Wenden volvía de su oficina cuando oyó las voces y el campanillazo, y al ver que eran dos oficiales ebrios, los puso en la puerta, exigiendo después que se los castigara severamente.

—Por más que diga usted —contestó el coronel a Vronski, Petritski se hace intolerable, pues no pasa una sola semana sin ningún escándalo. El caballero ofendido persistirá seguramente en su reclamación.

Vronski había comprendido que no se podía recurrir a un duelo en semejante circunstancia; había que hacer todo lo posible para suavizar al consejero y echar tierra sobre el asunto. El coronel lo había mandado llamar, sabiendo que era hombre de tacto y celoso del honor de su regimiento. A consecuencia de la consulta, Vronski, acompañado de Petritski y de Kiédrov, fue a dar una satisfacción al consejero, confiando en que su nombre y su cifra de flugeladjuntant contribuirían a calmar al ofendido. Vronski no consiguió su objetivo más que en parte, como acababa de referir, y la reconciliación parecía aún dudosa.

En el teatro el joven conde refirió al coronel el resultado de su misión, y después de reflexionar, este resolvió dejar el asunto tal como estaba. Después, por curiosidad, pidió a Vronski detalles. Al oír el relato del conde, el coronel rio largamente, especialmente cuando escuchaba cómo el consejero titular, tras parecer calmado, volvía a irritarse de nuevo al recordar los detalles del incidente, y cómo Vronski, aprovechando la última medio palabra de reconciliación, emprendió la retirada empujando a Petritski delante de él.

—El asunto es fastidioso aunque divertido. Kiédrov no puede batirse con ese señor. ¿Dice usted que se encolerizó mucho? —volvió a preguntar riendo—. ¡Claire es sorprendente! —dijo el coronel acerca de una nueva actriz francesa—. Todos los días la veo, y cada vez descubro en ella nuevas facetas. ¡Solo los franceses son capaces de una cosa así!

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora