XXXI

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AL bajar la escalera, Lievin oyó una tos conocida; alguien entraba en el vestíbulo, pero el ruido de los pasos le impidió oír claramente, y esperó un momento haberse engañado, aun al ver a un individuo de elevada estatura que, tosiendo con fuerza, se despojaba de sus pieles. Aunque amaba a su hermano, no podía tolerar la idea de vivir con él; y bajo la impresión de los campesinos despertada en su alma por Agafia Mijaílovna, hubiera deseado un visitante alegre que le distrajera de sus preocupaciones. Su hermano, conociéndolo a fondo, lo obligaría a confesar sus secretos íntimos, que era lo que más temía.

Arrepintiéndose de sus malos sentimientos, Lievin corrió al vestíbulo, y cuando reconoció a su hermano desfallecido y semejante a un esqueleto; solo experimentó una profunda compasión. Nikolái trataba de quitarse la bufanda que rodeaba su flaco cuello, y sus labios se entreabrieron con una extraña y dolorosa sonrisa. Konstantín sintió que se le oprimía el corazón.

—¡Vamos, ya he podido llegar hasta ti! —dijo Nikolái con sorda voz, sin apartar la vista de su hermano—. Hace mucho tiempo deseaba venir, pero me faltaban las fuerzas. Ahora estoy mucho mejor.

—Sí, Sí —contestó Lievin, tocando con sus labios el rostro seco y demacrado de su hermano, mientras observaba con inquietud el singular brillo de sus ojos.

Konstantín le había escrito algunas semanas antes, diciéndole que, realizada la pequeña parte de su escasa fortuna común, tenía a su disposición dos mil rublos. Este dinero era el que Nikolái iba a buscar, y también deseaba ver otra vez la antigua casa paterna, tomando fuerzas en el país natal, como los héroes de los tiempos antiguos. A pesar de estar encorvado y de su espantosa flacura, sus movimientos eran todavía bruscos. Lievin lo condujo a su gabinete.

Nikolái se vistió con cuidado, lo cual no hacía nunca antes; peinó sus escasos y rígidos cabellos y subió sonriendo. Estaba de buen humor, y se mostraba cariñoso, tal como era en su infancia, y hasta habló de Serguiéi Ivánovich sin amargura. Al ver a Agafia Mijaílovna, se chanceó con ella, y la interrogó sobre los antiguos servidores de la casa: la muerte de Parfión Denísych pareció impresionarlo vivamente, y en su rostro se pintó una expresión de espanto, pero se repuso muy pronto.

—Era muy viejo —dijo; y cambiando al punto de conversación, añadió—: Voy a permanecer aquí un mes o dos, y después iré a Moscú, donde Miagkov me ha prometido una colocación. Pienso cambiar de género de vida. Sabrás que me he separado de esa mujer.

—¿De Maria Nikoláievna? ¿Por qué?

—Era una mala mujer, que me ha dado muchos disgustos.

No confesaba que la había despedido porque hacía mal el té, y porque lo trataba como enfermo.

—Sí, quiero cambiar de género de vida —repitió—; he cometido locuras, como todo el mundo; pero no me arrepiento de la última. Con tal que recobre las fuerzas, todo irá bien.

Lievin escuchaba, buscando una contestación que no podía encontrar. Nikolái lo interrogó sobre sus asuntos, y Konstantín, satisfecho de poder hablar sin disimulo, le habló de sus planes de reforma, sin que su hermano manifestara el menor interés. Aquellos dos hombres se conocían tan bien, que se adivinaban nada más que por el sonido de la voz; el mismo pensamiento los ensombrecía en aquel instante y se anteponía a todo, la enfermedad de Nikolái y su próxima muerte. Ni uno ni otro osaban hacer la menor alusión sobre este punto, y lo que decían no expresaba en manera alguna sus ideas.

Jamás Lievin vio llegar con tanta satisfacción la hora de acostarse; nunca se había mostrado tan falso, ni sentido tanto malestar. Mientras que su corazón se oprimía al ver a su hermano moribundo, era preciso sostener con él una conversación engañosa sobre la vida que Nikolái pensaba llevar.

Como en la casa solo había una habitación caldeada, Lievin, para evitar toda humedad a su hermano, ofrecióle compartir con él la suya.

Nikolái se acostó; durmió como un enfermo, revolviéndose a cada instante en su cama; y Konstantín lo oyó respirar, murmurando: «¡Oh Dios mío!». Algunas veces, no pudiendo escupir, se enojaba, y decía: «¡Vaya al diablo!». Konstantín lo escuchó largo tiempo sin poder dormir, pues lo dominában pensamientos que lo conducían siempre a la idea de la muerte.

Era la primera vez que esta idea lo acosaba así, y la despertaba aquel hermano querido que, agitado en su lecho, invocaba indistintamente a Dios y al diablo. Pero la muerte inevitable vendría también para él, si no aquel mismo día, al siguiente o dentro de treinta años. ¡Qué importaba el momento! ¿Cómo no había pensado en esto jamás?

«¡Trabajo —pensó—, persisto en conseguir un objeto, y olvido que todo acaba y que la muerte está cerca de mí!»

Recogido en su lecho en la oscuridad, tal era la tensión de su espíritu, que retenía la respiración. Cuanto más pensaba, más claramente veía que en su concepción de la vida solo había omitido este ligero detalle, la muerte, que venía inexorable a poner fin a todo, sin que nada pudiera impedirlo. ¡Era terrible!

«Pero aún vivo —pensó—. ¿Qué haré ahora?» Y cogiendo una bujía se levantó muy despacio, se acercó al espejo y examinó su rostro y su cabello; en las sienes vio ya algunos hilos plateados; sus dientes empezaban a malearse; pero, en cambio, sus brazos se conservaban musculosos y llenos de fuerza. El pobre Nikolái, por el contrario, respiraba penosamente con el escaso pulmón que le había quedado, aunque también tuvo en otro tiempo un cuerpo vigoroso. De repente se acordó como de niños se acostaban juntos y solo esperaban a que saliera Fiódor Bogdánych, el criado, para montar una guerra de almohadas y reírse, reírse a carcajadas sin parar; y el miedo a Fiódor Bogdánych no podía con esa conciencia de la felicidad de vivir que se desbordaba de ellos y que crecía como la espuma. «¡He ahí a mi pobre hermano —pensó— con su pecho hueco y convertido en un esqueleto viviente! Ante este espectáculo, me pregunto yo lo que será de mí, y no sé nada, nada.»

—¿Qué diablos haces ahí, y por qué no duermes? —preguntó la voz de Nikolái.

—No sé nada; es un insomnio.

—Yo he dormido bien, y no sudo; ven a tocarme y lo verás.

Lievin obedeció, y después se acostó de nuevo, apagando la bujía; pero, en vez de dormir, siguió reflexionando.

«Sí —se dijo—, morirá en primavera. ¿Qué puedo hacer yo para ayudarle? ¿Qué puedo decirle?» Hasta había olvidado que era preciso morir.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora