VRONSKI no había tratado siquiera de dormir aquella noche; permaneció siempre sentado, abiertos los ojos y mirando con la mayor indiferencia a cuantos entraban y salían; para él, los hombres no tenían más importancia que las cosas; lo que en circunstancias ordinarias le hubiera hecho perder su imperturbable calma, no le habría impresionado aquel día en absoluto. Un joven muy nervioso, empleado en un tribunal, que iba enfrente, acabó odiándolo por este aspecto suyo. Se esforzó lo posible para recordarle que figuraba entre los seres animados; le pidió fuego, le dirigió la palabra y hasta lo empujó; pero ninguna de esas demostraciones bastó para que se alterase la impasibilidad del conde. El joven, mal dispuesto ya contra él, lo miró con enojo al ver su indiferencia.
Vronski no miraba ni oía; le parecía haberse convertido en un héroe, no porque creyera haber conmovido ya el corazón de Anna, sino porque la fuerza del sentimiento que lo dominaba le hacía feliz.
Ignoraba cuál sería el desenlace de todo aquello, y ni siquiera quería pensar en su naciente pasión; mas comprendía que todas sus fuerzas, diseminadas hasta entonces, tenderían ahora, con terrible energía, hacia un objeto único. Y se sentía feliz. Sabía que le había dicho la verdad, que iba a San Petersburgo a verla, que toda la felicidad de su vida, su único fin, era verla y oírla. Al bajar del coche en la estación de Bologoie para tomar una bebida, vio a la hermosa Anna, y desde la primera frase le manifestó casi involuntariamente lo que sentía. Vronski estaba contento; ella lo sabía ya todo; cuando volvió a subir al coche, el joven repasó sus recuerdos uno por uno, y su imaginación le representó la posibilidad de un porvenir que trastornó su espíritu.
Llegado a San Petersburgo, y a pesar de aquella noche de insomnio, Vronski se sintió tan fresco y rozagante como si saliera de un baño frío; se detuvo cerca del tren para verla pasar, y se dijo mentalmente: «Veré una vez más su rostro encantador, su gracioso andar; tal vez diga alguna palabra que yo comprenderé, o me dirigirá una mirada, o veré en sus labios una sonrisa». Mas lo primero que vio fue al esposo, cortésmente escoltado a través de la multitud por el jefe de la estación.
«¡Es su marido!» Solo entonces comprendió Vronski que el marido era una parte esencial de la existencia de Anna; sabía ya que esta era casada, pero no pensó en ello hasta el instante en que vio al esposo, vestido de negro, acercarse tranquilamente a su mujer y coger su mano como hombre que tenía derecho para ello.
La figura de Alexiéi Alexándrovich, con su aspecto de ciudadano bien conservado, su aire severo, su sombrero redondo y su espalda algo encorvada, no pudo menos de chocarle; y experimentó la desagradable sensación de un hombre acosado por la sed que, al descubrir un manantial de agua pura, tiene el disgusto de verla enturbiada por un perro, un carnero o un cerdo. El andar rígido y acompasado de Alexiéi Alexándrovich fue lo que más llamó la atención a Vronski, quien no reconocía en nadie el derecho de amar a Anna. Cuando esta última apareció, se reanimó al verla, y su corazón latió apresurado. Después de ordenar a su criado alemán que se llevara el equipaje, se acercó para presenciar el encuentro de los esposos, y con la perspicacia del amor sorprendió al punto la expresión forzada con que Anna recibió a su marido. «No lo ama —se dijo—, ni puede amarlo.»
En el momento de acercarse, observó con alegría que Anna echaba de ver su presencia: se aproximó a ella como si la reconociese de pronto, y le preguntó:
—¿Ha pasado usted bien la noche?
Y al mismo tiempo saludó al esposo, esperando que este le correspondiese, aunque sin cuidarse de que lo reconociera o no.
—Muy bien, gracias —contestó Anna.
Su rostro, sin embargo, expresaba la fatiga; pero sus ojos brillaron un momento, apagándose después al punto, lo cual bastó para que Vronski se diera por feliz. Anna fijó después la vista en su esposo, para ver si se acordaba del conde; mas Alexiéi Alexándrovich lo miraba con aire descontento, pareciendo que trataba de reconocerlo. El aplomo de Vronski se estrelló esta vez contra la calma glacial del señor de Karenin.
—El conde Vronski —dijo Anna.
—¡Ah! Me parece que nos conocemos —replicó Alexiéi Alexándrovich, con indiferencia ofreciendo su mano—. Veo —añadió— que has viajado con la madre a la ida y con el hijo a la vuelta. ¿Vuelve usted de su temporada de permiso? —dijo a Vronski; y sin esperar contestación, se volvió hacia su mujer y añadió con el mismo tono irónico—: ¿Y qué tal? ¿Se han vertido muchas lágrimas en Moscú al efectuarse la despedida?
Esta manera de hablar exclusivamente con su esposa demostraba a Vronski que Karenin deseaba estar solo con ella; y Alexiéi Alexándrovich lo confirmó tocando su sombrero y volviéndose; pero Vronski dirigió la palabra una vez más a la esposa.
—Espero —dijo— que tendré el honor de presentarme en casa de ustedes.
El señor Karenin fijó en el joven una de sus miradas de fatiga, y contestó fríamente:
—Lo celebraremos mucho; recibimos los lunes.
Al pronunciar estas palabras, se separó definitivamente de Vronski, y, siempre en tono de broma, dijo a su esposa:
—¡Qué suerte haber hallado media hora de libertad para venir a buscarte, dando así una prueba de mi ternura!
—Recalcas demasiado esa palabra para que yo la aprecie —replicó Anna, en el mismo tono sarcástico, aunque oía involuntariamente los pasos de Vronski, que iba detrás. «¿Qué me importa a mí eso?», pensaba para sí. Después preguntó a su esposo cómo había pasado el tiempo su hijo durante su ausencia.
—Muy bien —contestó Karenin—; Mariette dice que ha sido muy juicioso, y siento confesarte que no te ha echado de menos, como me sucedía a mí. Te vuelvo a dar las gracias por haber regresado un día antes. Nuestra querida samovar se volverá loca de alegría —Karenin daba este sobrenombre a la célebre condesa Lidia Ivánovna, a causa de su estado de continua agitación—; ha preguntado muchas veces por ti, y yo te aconsejaría que fueses a verla hoy mismo. Ya sabes que basta la menor cosa para hacerla sufrir, y ahora, además de sus preocupaciones de costumbre, está inquieta por el asunto de la reconciliación de los Oblonski.
La condesa Lidia era amiga de su esposo y centro de un círculo al que Anna pertenecía por su unión con el señor de Karenin.
—Ya le he escrito —contestó Anna.
—No importa; quiere conocer los detalles. Si no estás muy cansada, haz tu visita desde luego. Kondrati preparará el coche y yo iré entre tanto al consejo. ¡Vamos! Ya no comeré solo —añadió Alexiéi Alexándrovich, sin chancearse esta vez—; no podrías imaginarte qué acostumbrado estoy...
Y con una sonrisa particular, el señor Karenin estrechó lo mano de su esposa y la condujo hacia el coche, que ya había llegado.
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Ana Karenina (Vol. 1)
Historical FictionAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...